miércoles, 26 de septiembre de 2012

Dios es un guionista retorcido (3ra parte)

 “Somos arquitectos de nuestro propio destino; el asunto es conseguir buenos albañiles”
   (Sarl Kagán)



El escritor Gabriel Nitales aborda el final de su relato con un tono distinto. Y describe, no con poca dificultad, su incursión en los arrabales de la locura.
Y dice:

Al otro día,traté de volver a mi vida rutinaria lo mejor posible, pero el peso de la reveladora verdad no me dejaba tranquilo.
Pensé que hay cosas que es mejor no saberlas.
De escribir ni hablar. Sólo me salían pensamientos lúgubres y pesimistas.
“Estoy solo, en medio de un universo oscuro…..se cortó la luz y no compré velas”, y cosas así.
El teléfono me sacó de mi abstracción. Era Amanda. Su voz me cayó como un vaso de agua en medio del desierto:
““Hola Bebu! No sabés lo que conseguí. Unas cortinas con unos dibujos persas…o hindúes, no sé muy bien. Están divinas. Quería saber si  podés  ayudarme a instalarlas en el living. Venite y de paso tomamos unos mates y chusmeamos, si?”
Amanda y yo éramos amigos; amigos inseparables.
Amanda era mi amor imposible; aunque no creo que haya amores imposibles; hay personas que se quieren y otras que no. Nosotros nos queríamos. Y si nunca llegamos a “segunda base” fue por una cuestión de proporciones. Toda esta existencia no es más que una cuestión de proporciones.
Mi amor por Amanda era tan desmesurado que desequilibraba con el que ella sentía por mí.
“Sos tan buen amigo que sería un pecado perder tu amistad”, me decía.
Yo había llegado a la conclusión que amar a alguien no significaba estar encima de ella; ni adentro de ella. Yo, con estar cerca de ella, con ser parte de su vida, me conformaba. Yo amaba a Amanda de una forma tan inconmensurable, que rayaba en la idiotez.
Amaba su tiempo, su vida; amaba hasta su forma de ignorarme.
Sin embargo, la vida sentimental de Amanda parecía estar estancada también. Desde que nos conocimos, ella no volvió a salir con nadie. Pero yo sabía que tarde o temprano, alguien digno de su belleza y de su corazón aparecería y daría por terminada nuestra singular relación.
“Ay, Amanda. Qué privilegiadas e indignas manos tejen tu porvenir?”
Si ese honor fuese mío….

Fue entonces cuando una idea atroz, terrible se me coló en el alma; aunque en ese momento me pareció brillante: decidí dar con la persona artífice del destino de Amanda.
Mi intención era influir para hacer de Amanda la persona más feliz del mundo.
Pero, ¿cómo encontrar al canalla?
Decidí publicar un aviso en el diario. Para empezar, hasta que se me ocurriera otra cosa, bastaría.
Debería ser un mensaje sutil y claro. Pensé largo tiempo y al final diseñé algo más o menos aceptable. Mi aviso decía:
“Busco a quién escribe el destino de mi amada. Ella es alta, delgada; tiene cabellera rojiza como el fuego y, a pesar de ser joven, le asoman algunas canitas en la parte superior de la cabeza, que a ella la avergüenzan pero que son adorables.
Además, frunce la nariz de una forma irresistible cuando pronuncia: “Laptop”
El dinero solo me alcanzó para publicar mi mensaje en la página de necrológicas, al lado de un aviso que decía:”Arnulfo, pasaste a mejor vida; tus herederos también”
Era como un mensaje adentro de una botella, arrojado al océano.
Esa noche, tuve una de mis pesadillas recurrentes: Soñé que Karlos Arguiñano, decía: “Vamos a acompañar el topo a la orange con una buena guarnición de nabos cosechados de nuestra huerta”, mientras buscaba cortar mi miembro viril con una tijera de podar.

Un ruido me despertó.
Como todavía no había colocado la puerta que los policías habían arrancado, pude comprobar que Cosme, el diariero de la esquina, golpeaba las manos, parado en el umbral.
“Creo tener lo que andás buscando”, dijo, y me arrojó una pila de manuscritos.
“Al principio dudé, pero el detalle de las canitas fue inconfundible”, agregó.
“Yo, ignoraba que vos te dedicaras a escribir”, admiti.
“Esto es Buenos Aires, media cuidad escribe”, dijo. “La mía es la historia de una chica acosada por un gilastrún patético, que para lo único que sirve es para cambiarle las lamparitas de la casa y para sacarla a pasear al zoo domingo por medio”
“Ese soy yo!”, exclamé alborozado.
“Ahora”, dijo con solemnidad, “hablemos del precio”
Una pasta frola de Las delicias y la promesa de que ese sábado, yo, en persona, iría a destapar la cámara aséptica de su casa, fue el precio que pagué por tener el futuro de Amanda en mis manos.
Le pregunté a Cosme si sabía él si el cambio de autor funcionaría. Él me respondió de una forma categórica: “No sé”, dijo, encogiéndose de hombros.
Cuando Cosme se fue, yo ya estaba sumergido en un ataque de ansiedad que parecía reventarme el pecho.
Ahí, sobre la mesa, el futuro de Amanda, de mí Amanda, aguardaba a mi absoluta disposición.
Pero debía hacer una prueba, para ver si el mero hecho de escribir funcionaría.
Me concentré como pude. Amanda era mi personaje. Nunca tuve ni tendré un personaje tan amado.
Con las manos trémulas escribí: “Amanda está en la cocina. Lava los platos en silencio, mientras el sol mañanero hace refulgir su pelo rojizo” Cursilería aparte, al menos la frase rompía la inercia.
De inmediato llamé:
“Hola Ami”
“Hola michi! Cómo estás?”
“Bien. Quería preguntarte algo”
“Dime, amorete”
“Hoy, lavaste los platos, por casualidad?”
“Y…..si. Por?”
“No, por nada. Después te llamo”

Qué estupidez! Era obvio que ella todos los dís lavaba los platos. En qué estaba pensando yo? Debería ser más específico entonces.
Imaginé que un mosquito picaba su tersa mejilla.
“Hola, bella. De nuevo yo. Decíme algo. Hoy, por casualidad, te picó un mosquito en la cara?”
“Y, si. Fui a correr al parque y……ay, qué te pasa nene! Otra vez te tomaste el liquid paper creyendo que era yogurt bebible, no? Sos un colgado del diablo Gaby!”
“Ok, ok. Perdón. Después te llamo”
“No no! Soy un tarado”, pensé…..vamos con algo trascendental .algo que nunca o rara vez le haya ocurrido. Yo no quiero hacerle daño, jamás podría hacerle daño. Pero debo optar por alguna cosa categórica, que no deje margen a dudas.
Escribí: “Amanda, sentada en la cocina, tiñe distraídamente sus rojos cabellos, sin darse cuenta que el color de la tintura es verde”
Un instante después sonó mi celular.
“Ay! No sabés lo que me pasó!”, gritó Amanda, desconsolada. “Qué tragedia, Dios mío!”
No pude contener la risa.
“Yo tengo la cabeza como un semáforo y vos te reís, tarado!”
“Calmate, Ami. Tomate un te de tilo y después te ponés un gorrito; luego te cruzás a la perfumería a comprar una buena tintura. Todo va a estar bien, te lo prometo”
Todo va a estar bien Amanda.
Y así fue.
Yo me convertí en el artífice de la felicidad de Amanda.
Porque los meses subsiguientes representaron un verdadero paraíso en la vida de mi amada.
Yo, escribía sin descanso cosas buenas para ella. Atado perpetuamente a diseñar su vida, purgué con gusto la brutal condena de hacer de su vida un interminable edén.
Amanda encontró una notebook en el tren.
Amanda cambió su trabajo por el empleo mejor pago de la ciudad.
Amanda era brillante.
Amanda tenía una avidez de conocimientos que sentía que como si un velo se había descorrido y le presentaba al universo cristalino, fértil y maravilloso.
Amanda era feliz.
“Morfo como un cerdo y no engordo un gramo”, me decía.
“No hago ejercicios, y mirame, parezco una atleta olímpica”
“Sos feliz Ami?”, yo le decía. “Entonces, yo también lo soy”

Con el transcurso del tiempo, algo empezó a molestarme como si llevara calzoncillos de poliéster.
Algo no estaba bien. Algo estaba definitivamente mal.
Una idea empezó a germinar en mi alma hasta que floreció con visos de tragedia griega.
Empecé a verlo todo como una gran estafa. Trampa es la palabra exacta. Yo había gambeteado las normas establecidas, impulsado por un sentimiento auténtico, pero exacerbado. Y lo peor de todo, había arrastrado a Amanda en mi irreverencia.
Un día, recibí la prueba palpable de que mis temores eran ciertos. Ella me llamó:
“Hola Gaby. Quería decirte algo importante. Soy demasiado, insoportablemente feliz”
“Lo sé, linda. Y me alegra saberlo”
“No, no! Vos no entendés. Soy tan feliz que ya no lo soporto. No puedo más. Estoy como si me hubiera pasado de rosca y me invade una tristeza que ya no puedo contenerla. Me quiero morir. Me dan ganas de tirarme por la ventana”
“No Ami, calmate…..por favor”
De todos modos, vivía en planta baja, así que no corría serio peligro.
Esa misma noche, tuve  una visión tan reveladora que me hizo comprender la abyección de mis actos.
Era una pesadilla.
Soñé con el dedo acusador de Dios.
Era un índice descomunal, como de seis metros de largo, que se metía por la ventana y me apretaba la nariz mientras dormía:
“Hola. Hablo con el cabeza de alcornoque?”, Alguien decía.
Yo, en mi sueño, no tuve dudas de que ese gran dedo era el de Dios. Su maniquiur demostraba una categoría divina.
Asustado, salté de la cama.
“Conozco la herejía que estás cometiendo!”, tronó una voz.
“Pero, yo la amo”, alcancé a balbucear.
El dedo se sacudía furioso de un lado a otro de la habitación, tumbando los muebles, haciendo caer floreros y asustando al gato.
“Blasfemo! Cómo pudiste!”
“Pero yo….”
“En qué cabeza cabe, pedazo de animal!”
“Yo sólo quería darle felicidad. Acaso el amor no es eso? Nunca se ha enamorado Usted?”, argüí inconcientemente.
“Y eso qué tiene que ver, pelmazo? Con qué tupé rompes las reglas y te abogas el poder de decidir el destino de las personas?”
“Y Bostón?”, dije, sin pensar.
“Pero qué! Estás hablando con tu Dios, pedazo de marmota! No podés hacerte cargo del destino de otros…No pensaste en el libre albedrío?”
“Si, es que yo….”
“Calla, gusano! Provocaste mi ira. Me hiciste calentar. Y vas a recibir el peor de los castigos…y por partida doble”
“Pero Señor….puedo remediarlo”
“Silencio! Te condeno a deambular 40 años por las canchas, y nunca verás a Independiente campeón, ni siquiera de la copa de verano……vas a morir dos días antes de verlos levantar una copa…..y por si esto fuera poco, antes de los 40 te vas a quedar bien calvo”
“No!”, grité, “negociemos, por favor”
“Nada! Blasfemo! Pagarás…blasfemo!”
Mientras se alejaba profiriendo amenazas, el gran dedo acusador de Dios rozó la luz de mercurio de la calle:
“¡Blasfemo! ¡Ay la puta, me quemé!”

Cuando abrí los ojos, un grupo de tipos se encontraban impávidos, parados alrededor de mi cama. Eran los trastornados de la cofradía.
“Sabemos lo que estás haciendo, y pagarás. Más vale que tengas la heladera llena, no nos obligues a llamar a un delivery”
Ellos querían llevarse los manuscritos que contenían la vida de Amanda. Los convencí para que me dejasen pergeñar unos últimos detalles, para darle un poco de sentido a mi retirada. Les aseguré que no tramaba ninguna trastada, ni mucho menos matar a mi personaje central. Ya no me quedaban ganas de engañar a nadie.
Esa misma madrugada le dí a Amanda mi último pedazo de amor; lo hice con el objetivo de rescatar un poco de dignidad para mí mismo.

A la mañana siguiente, ella volvió a llamarme:
“Hola Gaby. Tengo que contarte algo”
Yo palpitaba hacía rato lo que iba a venir.
“Lo conocí hace unos días. Es un poco más joven que yo; es divino! Se llama Nicasio”
“Ja!”, pensé “Algún defecto debía tener el desgraciado”
Ella me contó detalles de cómo se conocieron; toda la secuencia la había escrito yo un rato antes.
Mientras ella hablaba, yo asentía fingiendo sorpresa.
“Estoy tan feliz! Pero ahora de verdad”
Con cada palabra, parecía que me hurgaban el corazón con una cuchara de helado.
“Ahá…qué bueno Ami!”, repetía yo; mientras tanto, le untaba mermelada al periódico y masticaba las tres primeras páginas del suplemento deportivo.
“Es un fanático de los asuntos de los Pueblos Originarios. Mañana salimos para Neuquén, a una reservación mapuche.”
“Quiero que te cuides”, sentenció, “creo que de ahora en más no vamos a poder hablar tan seguido. Cuidate mucho Gaby”
“Te quiero”, murmuré, pero ella ya había colgado.
Fue la última vez que hablé con Amanda.
Esa misma tarde, entregué los manuscritos a los locos de la cofradía y dejé el destino de Amanda en manos anónimas, como corresponde.
Como le corresponde a mí propio destino y al de vosotros.
Con el tiempo, dejé de buscar en otras mujeres detalles de ella: su pelo color zanahoria, su sonrisa, sus ojos y la manera de ruborizarse cuando mentía.
Con el tiempo también, pude colocar la puerta de mi cuarto en su lugar.

Hoy en día, escribo novelas de ciencia ficción bajo el seudónimo de H. P. Lovecraft.
Mis historias son tan absurdas que difícilmente hagan daño a nadie.
A propósito, si alguien de ustedes tiene en el fondo de su casa un criadero de chinchillas radioactivas superinteligentes, tal vez quiera saber qué le depara el porvenir.
Si quiere contactarme, mi mail es…….

Dios es un guionista retorcido (2da parte)

“Si el mundo es una ilusión, por qué me duelen los juanetes entonces?”
(Mi tía Inés)
Qué harían ustedes si tuvieran en sus manos la posibilidad de conducir el destino de las personas?
No me refiero a manejar un micro o a hacerse concejal de algún municipio.
Yo digo, si poseyeran la habilidad de escribir situaciones que se puedan estampar luego en la vida real.
Si yo narrase, por ejemplo, que a un tipo lo mordió una tortuga con rabia, o que a otro su esposa lo apuñaló con un pepino, y tales hechos le ocurren luego a Juan Perez o a Fulanito de Tal, estaría a cargo de un poder inmenso, y, asimismo, de una gran responsabilidad.
El escritor Gabriel Nitales poseía ese don; y por lo que se expondrá a continuación, se sabe que no es el único con esa extraña capacidad.
El nombre de Nitales se desliza en una de las múltiples investigaciones del prestigioso científico Sarl Kagan.
Éste hace un análisis de los escritos de Nitales, comparando diversas noticias de diferentes periódicos del país con los escritos de Nitales. Los primeros parecen calcados de las ficciones de aquél.
Lamentablemente, Kagan no pudo profundizar en el tema y sus estudios quedaron inconclusos:
Acuciado por las deudas, la necesidad de conseguir divisas llevó a Kagan a dejar de lado sus investigaciones para ejercer actividades sitas al borde de la ilegalidad. Involucrado en el negocio del contrabando, Kagan ideó un plan que consistía en contrabandear espirales para mosquitos, disimulados dentro de panes de cocaína.
Si bien la idea era brillante, las cosas no salieron como pretendía: La mala suerte quiso que por error el cargamento fuese desviado a Alaska. La mercadería terminó en manos de esquimales que confeccionaron coquetos iglúes con ladrillos de cocaína: y, a falta de mosquitos, los espirales les resultaron eficaces para ahuyentar a los osos polares.
Llevado por la curiosidad y porque era domingo y nada tenía para hacer, me dispuse a emprender una exhaustiva búsqueda y a averiguar más datos del interesante caso de Gabriel Nitales.
Cinco minutos después (gracias al Google) encontré un texto, que a mi parecer revela una realidad que, de ser cierta, echaría por tierra todas las creencias que sostienen hoy a nuestra cultura de occidente (es decir, de Medrano para acá).
El escrito es una rara e interesante confesión del mismísimo Nitales.
Y dice:
“Una mañana, mientras dormía, alguien golpeó a mi puerta. Si bien tengo el sueño pesado, me resultó difícil respirar con el peso de la puerta encima, así que me desperté.
Dos hombres irrumpieron en mi cuarto.
Mi primer impulso fue agradecerles, pues me habían rescatado de una de mis pesadillas recurrentes. Ésta vez, soñaba con Lita de Lazzari, quién sentada al borde de mi cama repetía sin parar: “No camine más, no camine más!”, mientras me aserraba las piernas con un serrucho zapallero.
“Es usted Joseph k?”, inquirió uno de los sujetos; el otro, le cuchicheó algo al oído y éste se rectificó rápidamente:
“Ah, cierto, ese es a quién detuvimos ayer. Es usted Gabriel Nitales?”, preguntó.
Los tipos murmuraron entre ellos y estallaron en estruendosas carcajadas. Así estuvieron un buen rato. Cuando el concierto de risotadas insinuaba mermar, volvían a la carga en andanadas tan intensas que parecían llegar al paroxismo.
“Disculpe usted…”, dijo uno por fin, secándose las lágrimas con un pañuelo. “Es que……Gabriel Nitales se llama, verdad?”
Yo asentí, enmudecido.
“Gabriel Nitales”, recitó. “G. Nitales……..genitales!”, exclamó y volvieron ambos a sumergirse en una orgía de risotadas histéricas.
“Disculpen, señores”, interrumpí. “Podrían decirme quienes son ustedes y explicarme el motivo de su intromisión?”
“Si si, disculpe usted. Policía”, dijo secamente. “Yo soy el inspector Mantegasa de la comisaría tercera. Él es mi ayudante, el cabo Soria.. Venimos a solicitarle que nos acompañe hasta la seccional. Necesitamos aclarar unos detalles sobre unos casos que estamos investigando”
“Sección”, corregí instintivamente.
“Cómo dice?”, preguntó el sujeto.
“Que la palabra seccional no existe, es un neologismo. En realidad se dice sección. Disculpe usted, pero tengo una especie de fobia con las palabras mal utilizadas”
“Además”, agregué, “debe existir algún error. Yo no tengo conocimiento de ningún hecho policial ni por asomo. Ustedes deben estar buscando a otra persona.”
“Por favor, vístase”, dijo el sujeto, imperativamente.
“Yo no tendría inconveniente en acompañarlos, el tema es que primero deben permitirme que haga mi desayuno, porque es vital para mi precaria salud. Sufro de desmayos espontáneos y si no bebo el jugo de catorce naranjas exprimidas con……”
“Vístase”, interrumpió tajante Mantegasa
Cuando salí de la cama, los tipos volvieron a prorrumpir en risas al ver mis calzoncillos boxer blancos salpicado con miles de caritas de Ane Kruegel.
“Qué!”, exclamé ofendido. “Los compré de oferta en Miami”
Al menos logré convencerlos de que era de suma importancia hacer mi ejercicio matinal, así que fuimos trotando las dieciséis cuadras que separan mi casa de la comisaría tercera.
Luego de ducharnos los tres, me llevaron al cuarto de interrogatorios..
“Podría decirnos a qué se dedica señor Nitales?, fue la primera pregunta.
“Soy escritor”
“Ja! Claro! E-le-men-tal, diría yo”, profirió Mantegasa”
A continuación, Nitales refiere que el inspector le expone una carpeta con varias hojas impresas y otra, con recortes de distintos periódicos.
Sumido en absoluta incertidumbre, Nitales escucha una increíble explicación: En una de las carpetas estaban impresos algunos de sus relatos. Cada hecho de ficción narrado correspondía a otro, contado en los recortes como noticias reales.
“Por lo que deducimos”, dijo Mantegasa, “usted escribió cada relato antes de que ocurrieran los hechos. A ver: Un tipo viaja dos mil kilómetros pegado al frente de un autobús: otro, es rescatado del río por un pescador: a otro, lo somete sexualmente su pony, enloquecido de lujuria. Sigo?”
El caso más increíble, por la similitud con la realidad es el narrado en el cuento “El amor en los tiempos del Corega”. Allí, Nitales narra la historia de un señor octogenario que muere a causa de una sobredosis de Viagra. También, describe las peripecias de sus parientes para velarlo y sepultarlo, dado que el aparato viril del anciano se mantuvo implacablemente erguido aún después de fallecido. Ante la negativa de los empleados de la funeraria de enderezárselo por la fuerza, hubo que inventar un ataúd que albergase al porfiado miembro. Después de diversas ideas, optaron por taladrar un agujero en la tapa y disimular el impertinente detalle con un tocado de violetas..
El diario La posta, de Cabildo, en su portada del 20 de febrero de 2003, dice: “Estrenan en funeral un nuevo modelo de ataúd con manija extra”
Las similitudes eran increíbles. Nitales cotejaba los datos de ambas carpetas y no podía salir de su asombro. Los nombres y los lugares diferían, pero los hechos eran los mismos.
“Esto es……maravilloso”, exclamó por fin. “No se dan cuenta? La teoría de Platón es cierta! Esto es la prueba de que hay dos mundos paralelos: uno sensible, el que podemos ver, y otro inteligible, el de las ideas. Todo está manejado y previsto….la realidad está planeada de antemano”
“Dígame Nitales, cómo lo hace?” interrumpió el inspector, “Su exacerbada imaginación lo enloqueció y terminó plasmando sus fantasías en la realidad, no? Lo suyo es de una perversión inaudita. Vamos, confiese; le conviene. Sabe lo que le hacen en la cárcel a tipos como usted? Le lavan los calzoncillos sin suavizante; no hay televisión por cable; y lo más espantoso: Todos los días sirven zapallos en almíbar de postre”
“Además”, siguió el inspector, amenazante, “va a ser objeto de eternas burlas, ni bien atraviese las puertas del penal: “Genitales, genitales, genitales!”
“No!”, estalló Nitales. “No bien! se dice….ni bien está mal dicho! Es un barbarismo. No puede hablar como corresponde? Y exijo que venga mi abogado”
Cuenta Nitales que los dos policías se retiraron a una habitación contigua; como dejaron la puerta abierta, él pudo escuchar su conversación:
“Ya lo tenemos ablandado. Hasta le sacamos el nombre de un cómplice. Soria, averigüe lo que pueda de ese tal Platón, a ver si tiene antecedentes. Indague también si ese mundo inteligible que mencionó pertenece a nuestro territorio o es jurisdicción de la provincia”
Un par de horas después, Nitales ya estaba en la calle, volviendo a su casa. Su abogado, el doctor Burlete, había acudido a sacarlo. Quien se tuvo que quedar detenido fue el mismo Burlete, pues al parecer debía conmutar pena por una multa impaga impuesta por organizar corridas de toros en su piecita de pensión en Once.
Nitales estaba azorado por la fabulosa verdad que había conocido. Absorto se miraba las manos conmovido por la idea de saber que éstas tejían la vida de seres anónimos. Sintió temor, y un escalofrío que le recorrió la espalda.
Ya en su casa, encontró un misterioso mensaje de correo electrónico:
“Usted ya sabe. Usted ahora es parte de nuestra elite. Si posee la valentía de llegar al fondo de la verdad, lo esperamos. Nuestra sociedad es tan secreta, que deberá seguir algunas pistas para llegar hasta nosotros. Para conocer cosas que jamás hubiera concebido, traiga su mente abierta……y empanadas para picar algo. Con docena y media alcanza.
Firmado: La cofradía de la calle Vidt 1385”
“Desbordado por la angustia”, cuenta Nitales, “una nueva pesadilla se sumó a mis ya clásicas recurrentes: Soñé que Mantegasa y Soria irrumpían en mi cuarto y me torturaban Con una pincita de depilar intentaban arrancarme los pelos de la nariz. Yo lograba liberarme de mis captores que me corrían en círculos alrededor de la habitación.
“-Soria, informe si la circunferencia tiene fin”
“-Lamento decirle inspector que los círculos son infinitos. Además, el sujeto es quien corre ahora detrás de nosotros”
“No! Rajemos!”
“En Vidt 1385 se hallaba un edificio lúgubre y oscuro; al parecer se trataba de una fábrica abandonada. Cuando me adentré a un inmenso galpón, se reveló ante mí una verdad espeluznante: todo el recinto estaba iluminado con luz incandescente. No usaban lámparas de bajo consumo!”
“Había en el lugar un grupo de personas. Más que una cofradía daban la impresión de ser un hato de atorrantes.
Entre vino y empanadas, alguien me descerrajó una pregunta:
-Usted cree en Dios, Nitales?
-Creo en un Dios caprichoso e incompetente, respondí sin mucha convicción.
-Nosotros, pasamos casi toda una noche debatiendo. Como se hizo tarde y nos teníamos que ir, llegamos a la siguiente conclusión: Dios, indefectiblemente, tiene que ser un artista. Para consumar este mundo; para imaginar y crear el universo, a las personas y a Viviana Canosa, a quién se le ocurriría si no a un artista? Ahora bien, qué clase de artista es Dios? Un músico? Es poco probable. Si no, estarían zumbándonos los oídos todo el tiempo. Dios es un pintor acaso? Y donde irían a parar tantos restos de pintura y pomos usados? Así, llegamos a la terminante conclusión de que Dios, el Hacedor de todas las cosas, es escritor. Si, Él es un guionista, como usted y como yo. Un formidable escritor, tan prolífico, con una obra tan abundante casi como la de Tolstoi.
El tema es que con el correr de los tiempos, el Hombre se aburguesó y decidió delegar parte de su obra divina a empleados anónimos, es decir, a nosotros. Además, usted sabe que el oficio de guionista está tan mal pago, que obliga que uno se dedique a otras actividades.
Por lo tanto, el destino de cada uno de nosotros, el suyo, el de todos, está siendo escrito por algún otro desconocido Nosotros, los de la cofradía, tenemos la ventaja de saber cómo funciona la cosa”.
“Y, qué hacen al respecto?”, pregunté
“Nada. Simplemente escribimos. Y nos reunimos como gente que tiene un saber en común y se junta para no hacer nada, igual que en Facebook”
“Esa noche en mi casa, cavilé tanto hasta el aturdimiento; hasta olvidé de darle de comer al gato. El pobre bicho me lo recordó paseándose en dos patas y aplaudiendo.
Al final, llegué a la conclusión de que todo este tema me importaba un bledo. Que en verdad me resultaba indiferente lo que pudiera pasarle a cualquier desconocido y que si el destino estaba regido por ideas de otros, nada se podía hacer al respecto
Decidí olvidarme del asunto y esa misma noche volví a la más erótica de mis pesadillas recurrentes: Soñé que Lilita se me abalanzaba desnuda gritando: “A pulverizar caderas!”
Yo, aterrorizado, me enroscaba en la cabecera de mi cama, mientras que ella poniendose en cuatro patas decía: “Dale! Montame, que soy tu Legnano todo terreno!”
Lo peor estaba por venir.
(Continuará)


viernes, 25 de mayo de 2012

Dios es un guionista retorcido (1ra parte)

“Si llevás tu destino escrito en la frente, no lo dudes: Sos un Bondi”
                              (Sarl Kagan)


En su famoso best seller “Es lo que hay”, el eximio especialista en ciencias ocultas, profesor Sarl Kagan, alude a la predestinación de las personas; sostiene allí la teoría de que cada individuo tiene su destino fijado de antemano, como el guión de una obra teatral.
 Sarl Kagan, o Tzar Kagán (como se lo conocía en ciertos ámbitos universitarios), recuerda el caso del protestante Juan Calvino, quién fue declarado hereje por la Iglesia Católica por dedicarse a la enseñanza de la predestinación y por hacerle morisquetas al Papa cuando éste daba un sermón.

Kagan, o Kagán, expresa en un párrafo del mencionado libro:
“Si eres pobre y feo, no hay que ser adivino para saber qué te depara la vida..Ahora, la cosa se complica cuando se trata de destinos más sutiles; no obstante, yo creo que todos se pueden descifrar….la pregunta es cómo o a quién hay que sobornar para saberlo?”

Sarl Kagan (o Tzar Kagán), Llega a la turbia conclusión precedente después de interminables horas de profundas investigaciones, levantando testimonios en los piringundines del centro, donde gastó gran parte de los fondos provistos por la Universidad.
En medio de un fárrago de testificaciones de dudosa credibilidad, Kagan (o Kagán), hace alusión al extraño caso de un personaje llamado Gabriel Nitales.

 “Nitales”, dice Kagan (o Kagán), “era un escritor y guionista de poca monta. Un trabajador de oficio mediocre, mal pago y de pocas luces. Pero lo trascendental de su obra fue el hecho de que lo que escribía le acontecía luego a personas de la vida real. Cada hecho narrado en la ficción, indefectiblemente le sucedía a alguien.
Nitales no tenía control sobre este fenómeno, es decir, las personas a quienes le acontecían los sucesos brotados de la imaginación del autor, eran elegidos por designios del azar o por un raro mecanismo de selección supra humano.
 Tomá mate!”, agrega, como para darle vehemencia a su discurso.
“Vamos a tomar” prosigue Kagan (o Kagán) “como ejemplo, tres relatos de la modesta obra de: Nitales:
Primero, en el relato corto “Por quién doblan las esquinas”, Nitales narra la historia de un hombre que es atropellado por un micro de larga distancia. El infausto golpe hace que el protagonista quede estampado en el frente del vehículo, recorriendo así gran parte del país, viviendo aventuras de distinto tenor.

Ahora, nos remitimos al diario Crónica del 20 de enero de 2005., en la página 16, el título reza: “Sujeto es atropellado en Almagro y viaja hasta Bariloche enganchado del paragolpes de un Chevallier.. Lo encarcelan por viajar de polizón”

Segundo caso: “El pez por Barracas muere”, describe las peripecias de un señor que durante una noche de lluvia, es tragado por una boca de tormenta y arrastrado por la corriente río adentro. La fortuna quiere que un pescador lo salve con su caña, sacándolo hasta la orilla con carnada para pejerreyes.

Diario La Razón, del 11 de abril del 2008, página 7: “En medio de un concurso, pescador rescata a persona. Luego, ambos se trenzan en feroz pelea. Como ganaron el Pescador y presa se disputaban el primer premio otorgado. El caso irá a tribunales”

Tercera y última prueba: “Ico, el caballito caliente”
Es la historia de un pony en celo que termina vejando impiadosamente a su dueño.
Diario La Sanata, de Coronel Dorrego: “Zoilo Rufino es sodomizado por potro alzado”

“Qué me cuentan?”, fue la reflexión final de Kagan (o Kagán).

Estos testimonios bastaron para convencer al doctor Kagan (o Kagán) de que el destino de las personas está prefijado y que manos anónimas urden inconcientemente el desarrollo de la vida de las personas y que hagas lo que hagas, éste es invariable.

Por desgracia, el eminente doctor no pudo concluir con sus investigaciones. Lo echaron de la universidad cuando se dieron que en realidad Sarl Kagan y Tzar Kagán eran el mismo sujeto cobrando descaradamente dos sueldos.

Sin embargo, el inconveniente no amilanó a Kagan, quién estaba absolutamente convencido de su teoría
Emperrado febrilmente en demostrar la validez de sus convicciones para restregárselas en la cara a los engreídos de la sociedad científica, Kagan decide ir a fondo y hacer una prueba cabal, persuadido de que el destino está escrito y que haga lo que haga, nada podría cambiarlo. Una tarde de sábado, durante un partido de fútbol, el osado investigador se adentró en la multitudinaria tribuna de Nueva Chicago portando una bandera de Platense, al grito de “Calamar soy señores!”
Cuentan testigos, que lo encontraron dos días después plantado cabeza abajo en el cantero de un edificio de la avenida Directorio.

Tal vez, ese percance también estaba escrito.

Dejo para el final una frase de este fundamental e injustamente ignorado pensador, que pinta cabalmente su pensamiento filosófico. En su libro intimista “Consejos a mi abuelo”, él dice: “Tu destino es una inalcanzable zanahoria……No te ofendas! Que no te estoy llamando burro!”

sábado, 12 de mayo de 2012

Pequeñas delicias del transporte público

Quienes por desgracia están condenados a ser usuarios del ferrocarril Roca sabrán que por estos días el habitualmente pésimo servicio de la línea descendió a la categoría de kafkiano; aunque algunos estudiosos prefieren utilizar el término “surrealista”.

 Los explicativos y amables carteles de “servicio condicional” puestos en las ventanillas de las boleterías (igual de respetuosos como un dedo en el orto del pasajero) se complementan con los anuncios luminosos que indican los horarios de partida: “Sale cuando salga”, espetan, redondeando así en forma cabal la certeza de que, en efecto, uno es un boludo a cuadros.
El largo largo viaje que nos espera luego, similar a un vals de Strauss (un pasito ‘pa adelante, otro para atrás) es propensa ocasión para aprovechar el tiempo desarrollando variadas actividades: Unos piensan en cultivarse; no me refiero a leer (si bien el tiempo alcanza para acabarse de punta a punta una novela de Tolstoi), sino literalmente a cultivarse, ya que se ha podido comprobar que cierta gente, de tanto estar parada, ha germinado, notándoseles plantitas que asoman desde sus zapatos.
Otros prefieren tejer, otros ajustar sus cuentas con el fisco o arreglar un guardabarros del auto.
Otros prefieren pernoctar.
”Sueño, pequeña porción de muerte”, dijo Edgar Alan Poe, haciendo gala del chispeante optimismo que lo caracterizaba.
Esa frase detonó mis cavilaciones que vinieron bien para distraerme un rato de mi recurrente fantasía de bailar la danza del fuego en pelotas, alrededor de un vagón en llamas.
Aguzando mi sentido de observación pude comprobar que entre los desgraciados dormilones de la masa obrera existen diferentes estilos si de dormir se trata, los cuales, sin más prolegómeno, paso a detallar:

El quiebranuca:
La persona cultora de este estilo se queda dormida en forma más o menos erguida. Entonces, la cabeza empieza a desplegar un movimiento oscilatorio, hacia delante y hacia atrás. El vaivén se torna cada vez más pronunciado, hasta que la cabeza, impulsada por su propio peso, se desploma violentamente hacia la espalda del individuo como queriendo despegarse de su portador, quién reacciona ante el sacudón despertándose levemente. El individuo yergue momentáneamente el rebelde miembro y vuelve a caer en brazos de Morfeo, reiniciando así el proceso.



El centroforward
Quienes conocen algo de fútbol saben que el centroforward (modernamente conocido como centrodelantero o nueve) es el cabeceador más avezado del equipo. Un buen nueve es el encargado de cabecear todo lo que le arrojen al área, ya sean centros, pases de emboquillada o lavarropas automáticos.
El centroforward pernoctador tiene un estilo similar al quiebranuca, pero en aquél el movimiento oscilatorio de la cabeza es sólo para adelante. De esta forma, se lo puede observar ejecutando una seguidilla interminable de cabezazos, tan vehemente, que provocarían la vergüenza del mismísimo pelado Silva.


El “clase ejecutivo”
Antes de explicar este estilo cabe efectuar una descripción gráfica:
Los nuevos asientos del Roca son de un plástico tan duro como un gallego aprendiendo álgebra. Se dice que los mismos fueron diseñados respondiendo a un modelo anatómico standard; al parecer se basaron en la anatomía del Hombre Elefante, por lo cual, resultan tan cómodos como la cama de un fakir.
Debido a dicha “comodidad”, el cultor del estilo “clase ejecutivo” es el individuo que una vez dormido, buscando infructuosamente acomodarse, comienza a deslizarse hacia abajo, adoptando una posición casi horizontal. De esta forma, el individuo queda despatarrado y convertido en la hipotenusa de un perfecto triángulo rectángulo. El nervio ciático, por demás “agradecido”.



El mimoso
Producto tal vez de una niñez carente de afectos, el espécimen en cuestión es quién, sumergido en los abismos del sueño, se vuelca hacia un costado quedando su cabeza apoyada en el hombro del que está al lado.
A veces se genera una simpática situación cuando ambos sujetos duermen practicando el estilo mimoso, es decir, apoyando una cabeza sobre otra. La imagen es ideal para proveerse de un singular salvapantallas.

El yoyo salival
Estilo casi lúdico. El individuo duerme con la cabeza inclinada hacia delante. Producto acaso de una deficiente respiración (generalmente en fumadores), la boca comienza a segregar hilos de baba. El hilo brota y, por efecto de la gravedad, desciende unos pocos centímetros, o varios (depende del caudal de líquido), para luego volver a esconderse entre los labios del dormilón, y así sucesivamente.

La zarigüeya (muerte súbita)  

La zarigüeya es un mamífero a quien la naturaleza proveyó de una rara habilidad: ante un peligro inminente (generalmente por la presencia de un depredador) el bicho de marras finge estar muerto, adoptando un estado cadavérico tan convincente que hasta las funciones vitales merman, emitiendo incluso un hedor tan pestilente que desanima hasta a la más famélica de las fieras.
En nuestro caso, el dormilón denominado “la zarigüeya” es aquel quien ante la presencia de una mujer embarazada, o de una persona inválida, o de un anciano, o de alguien con un bebé en brazos,ante el peligro de tener que ceder su asiento, cae en trance onírico en forma automática, exagerando su condición de dormido al punto de que parece haber sufrido un ataque de catalepsia.

El sapo
Netamente lúdico. Este es el sujeto que duerme con la cabeza mirando al techo y con la boca abierta de par en par. Es tan tentador que apenas se controlan las ganas de probar suerte arrojándole unas monedas a esa verdadera buchaca de carne.

Estoy seguro de que existen varios estilos más que podrían agregarse a esta lista.
El único que se me ocurre, tal vez el más pintoresco, es el que he dado en llamar “la hamaca paraguaya”, que consiste en el sujeto durmiendo plácidamente en el portaequipaje volado sobre los asientos.

Si alguien de vosotros quiere aportar más datos a este estudio se agradece enviarlos a casilla de correo “lindokoyote”, apartado “678”.
Si no respondo es porque aún estoy viajando.
Buenas tardes.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Casiopea y el coyote

CASIOPEA Y EL COYOTE
Un coyote transitaba al borde de un acantilado, a mitad de camino entre los médanos donde estaba su madriguera y la parte costera de la ciudad. Ésa era una zona profusa de negocios, bares y restaurantes, cuyas trastiendas ofrecían gran variedad de desechos, que eran verdaderos manjares para la fauna casi salvaje de la zona. Especialmente para los coyotes que, como se sabe, comen absolutamente de todo.
Abstraído en su tarea de recorrer el camino olfateando cada centímetro del mismo, para no dejar escapar bicho ni desperdicio que se le crucen, su hocico se topó con algo extraño. Al principio le pareció una gran piedra. Pero no olía como tal. La rodeó husmeándola con fruición, tratando de identificar tan particular aroma; hasta que un movimiento de la piedra le causó un gran sobresalto. Casiopea se acomodó adentro del caparazón, para tratar de protegerse del inminente ataque del depredador.
El coyote, excitado por su instinto, rasqueteó con fuerza la dura superficie, por uno y otro lado; parándose incluso sobre ella, tarasconeando con rabia la coraza impenetrable. Como todo coyote, era bastante vago; por lo tanto, desistió enseguida de su actitud, al comprobar que la misma resultaba infructuosa.
Con indiferencia, se bajó del caparazón, y cuando se disponía a retomar su camino, oyó una pequeña voz que le dijo:
“Ey! Por qué me lastimás?”
El coyote vió la cabecita que se asomó fugazmente para espetar esas palabras y esconderse de nuevo.
La dulce voz de Casiopea le produjo un efecto tan raro, que de inmediato hizo desaparecer su intención de comérsela. Claro, el asunto era que la tortuga no sabía eso.
El coyote se quedó un rato observándola. Si hubiera sido por Casiopea, hubiesen seguido así por siempre, pués jamás se habría animado a asomar la cabeza.
 Más curioso que hambriento, el coyote le preguntó:
“Qué se supone que sos?”.
La tortuga guardó silencio. Por más que hubiera querido, no podía hablar desde adentro del caparazón.
“No temas. Hablá tranquila. Para que confíes en mí, voy a alejarme un poco. Así, por más que quisiera, no podría alcanzarte”, dijo, inteligentemente, el coyote.
Casiopea se asomó tímidamente, pero volvió a esconderse temerosa. El coyote, se alejó un poco más. “Si me voy más lejos, no voy a poder escucharte”, dijo.
Quedaron un rato en silencio.
 Como es sabido, la paciencia no es una característica habitual en un coyote, y éste no era la excepción. Así que, después de un rato, dió un suspiro de fastidio, y se dispuso a retomar su camino.
“Me llamo Casiopea, y soy una tortuga”, oyó detrás de él.
“Tortuga?”, pensó el coyote. “Y eso con qué se come?”.
“Y, qué andás haciendo por mis pagos?”, alardeó el coyote.
“Tus pagos?..... en fin. Voy bajando hacia la playa, para ir al mar”, contestó Casiopea.
El coyote miró en dirección al largo, largo camino que bajaba hasta la playa.
“Entonces apurate, porque te falta “un poco” todavía”, le dijo, sonriendo con sorna.
La tortuga interpretó las palabras del coyote, porque ya estaba acostumbrada a los sarcasmos.
“Yo tampoco ví jamás “algo” como vos”, dijo Casiopea, devolviéndole la patada.
El coyote no entendía cómo alguien muerto de miedo podía tomarse licencias humorísticas. Enseguida entendió que se trataba de alguien especial.
“Pués, soy un coyote”, dijo, haciendo un ademán afectado.
Ella, con la cabecita aún a medio asomar, lo miraba con picardía.
“Sí, ya sé: Y qué cuernos es un coyote, no?”, dijo él. “Cómo no vas a saber qué es un coyote! Vos también! . Los coyotes somos…a ver, sabés lo que es un perro? No me digas que nunca viste un perro!”.
“Sí, sé lo que es un perro!”, dijo ella, un poco ofendida porque la tomaban de tonta.
“Entonces, un coyote no es un perro…pero casi. Pensándolo bien, somos todo lo contrario a los perros….Tampoco somos lobos, porque a veces nos confunden con los lobos, por eso de los aullidos y demás cosas. En fin… se entiende, no?”
Casiopea lo miró con dulzura. Realmente su interlocutor le resultaba muy simpático. El coyote asimiló aquella sonrisa y sintió algo extraño, es decir, inaudito. Fue como la caricia de una brisa en su alma de carroñero.
Copada su atención por aquel ser tan extraño, el coyote se tiró en la arena, con las patas hacia adelante, atento e interesado en aquella atractiva personalidad.
Se pusieron a conversar, primero en forma entrecortada, después, más animadamente a medida que Casiopea se fue soltando durante el transcurso de aquella tarde.
Ël, estirado y atento, con las orejas paradas, conversaba a cierta distancia de ella, que asomaba tímidamente la cabeza.
La fauna que pasaba por el lugar, sobre todo los coyotes, miraban la escena con sorpresa. No podían entender cómo, aquel viejo coyote, con fama de solitario, parco y apático, conversara tan animadamente con alguien, galápago o lo que fuere.
“Será una nueva estrategia de caza”, pensaban algunos intrigados.
Ellos dos, ajenos a los comentarios, hablaban de todo lo que una tortuga y un coyote podían hablar. A cada uno le interesaba con franqueza la persona del otro.
Al coyote le fascinaba la forma en que Casiopea respetaba sus comentarios. Algunos de ellos, puras barrabasadas. Ella le devolvía siempre la frase justa, como esos jugadores de fútbol que siempre pasan la pelota con seguridad y al pie.
Casiopea le contó, que se dirigía a la playa, para internarse en el océano y emprender un viaje de miles de kilómetros, llevada por espectaculares corrientes submarinas.
Él, le contaba sobre sus viajes hasta los callejones detrás de los restaurantes, y hacía alarde de que cada día podía elegir la basura típica de cada lugar.
Ella disfrutaba escuchándolo. Él, exageraba los detalles, para robarle aquella sonrisa tierna y demoledora. Pero no le mentía. No se hubiera animado a hacerlo.
Se hizo la noche, y a regañadientes, el coyote volvió a su madriguera. Casiopea dormía en el camino porque así son las tortugas.
Pero, al otro día, no bien amaneció, el coyote volvió urgente a encontrarse con su amiga. Y todo volvió a empezar. Largas conversaciones, entre chistes y confidencias, que hubieran dormido al espectador mejor dispuesto. Pero que para ellos eran horas invalorables de diálogos eternos que se retroalimentaban.
“Descubrimos la máquina de movimiento eterno”, bromeaba Casiopea.
El camino hasta la playa era muy largo, y Casiopea se tomaba su tiempo. Avanzaba sólo unos poquitos metros por día. El coyote, impaciente por naturaleza, quería ayudarla a recorrer la distancia con mayor velocidad.
 Entre otros planes locos, se le ocurrió convocar a todos los coyotes de las inmediaciones para arrastrar a su amiga hasta el agua.
Casiopea se negaba gentilmente a las proposiciones del coyote, aunque sentía una gratitud enorme por la preocupación de su amigo.
“Tu tiempo no es igual al mío”, decía ella. “Cuál es el apuro? El océano va estar ahí siempre. O la estás pasando tan mal que querés deshacerte de mí lo antes posible”.
Él no insistió más. Así era Casiopea. Lo hacía pensar en cosas que él ni tenía en cuenta.
El fenómeno de la tortuga y el coyote, dejó de ser una novedad en la zona, a medida que pasaron los días.
 Nadie pudo entender jamás qué tanto conversaban esos dos. Pero una cosa estaba clara: Cada uno necesitaba la compañía del otro.
Así, pronto compartieron las noches también. Un día, el coyote decidió no volver a su solitaria madriguera. Aunque se preocupaba, en su interior, Casiopea se sentía feliz porque su compañero se quedara a su lado, gozando de interminables tertulias a la luz de las estrellas.
Casiopea lo obligaba a comer, porque si hubiese sido por él, no quería abandonar ni un minuto a su amiga. De modo que él se iba refunfuñando hasta los basureros más cercanos, para comer raudamente y volver con urgencia.
Una vez, hubo noche de confesiones.
Casiopea reveló que una vez engañó a un tiburón que se comió a su madre, guiándolo hacia una red de pescadores.
Cuando fue su turno, el coyote dijo avergonzado: “Yo nunca hablé de ésto con nadie. Tengo un vicio secreto”. Así fue que relató con lujo de detalles, ante la mirada atónita de la tortuga, cómo durante las noches de verano, se dedicaba a bajar a la playa y darse un festín con los pañales descartables usados que los desconsiderados turistas dejaban esparcidos en la arena.
“Pero eso es asqueroso!”, gritó Casiopea, y lo obligó a prometer que nunca más comería un pañal descartable. Él le hizo caso, porque Casiopea era así, le arrancaba promesas como quien despulga un cachorro.
Hasta que llegó aquel día. El que sería, sin duda, el más trascendental de sus vidas.
Habían dormido en la playa, a poquita distancia de la orilla del océano.
Él, había pasado la noche inquieto; sobresaltado por un dolor, mezcla de ansiedad, rabia y melancolía. Lo que él jamás supo, es que a ella le pasó exactamente lo mismo. Las tortugas saben disimular sus sentimientos mejor que los coyotes.
El coyote percibió el amanecer como un sopapo en el hocico. Sin embargo, debía demostrarse feliz por el éxito de su amiga.
Avanzaron juntos el último tramo, hasta llegar al agua. Ahí él se detuvo un instante, pués agua y coyotes no son compatibles. Pero, después de unos segundos dijo: “Qué va!”, y metió sus patas en las aguas heladas.
Ella comenzó a flotar, y él se detuvo sonriente. Estaba feliz de verdad.
Liberada de la acción de la gravedad, Casiopea se empezó a alejar mar adentro, desplazándose como una mariposa.
A cierta distancia, ella giró, y vió a su compañero en la orilla, sonriente.
Se quedaron un instante mirándose, hasta que él, haciendo un gesto con la cabeza, la animó a seguir adelante. Ella le dedicó la última sonrisa y se sumergió.
El coyote se quedó parado un rato largo, tiritando, pero no de frío; mirando la nada del océano.
Casiopea volvería algún día. Pero él no era tonto, y sabía que los tiempos de las tortugas son distintos a los tiempos de los coyotes.
Transcurrió el resto de su existencia extrañando a su amiga, embargado por la melancolía.
Pronto volvería a las andadas, escapándose de los empleados de limpieza y revolviendo los tachos de basura de la costa.
Si bien, volvió a ser un tipo callado y hosco, algo en él había cambiado para mejor.
Ya no andaba con prisa, corriendo de un lado a otro para devorar primero. Había aprendido que el tiempo era amigable si uno sabía como tratarlo.
También se había hecho más amable y considerado con sus semejantes.
 Más de una vez, durante aquellas comilonas de sábados a la noche, que compartía con el resto de sus camaradas, alguno le decía: “Va a comer esa pata de pollo, compañero?”, y él decía que no, y la cedía con cortesía. Como le hubiese gustado a Casiopea.
Casiopea estaba en su corazón, en el viento y en las estrellas. Más de una noche la pasó en el acantilado donde la había conocido, contemplando el océano y recordándola.
Muchos años después, una noche, en aquella playa, un bulto emergió de las aguas.
Casiopea había vuelto.
Con dificultad, se arrastró por la arena. Estaba exhausta, y sabía que éste había sido su último viaje.
 La luna bañaba todo el lugar con una luz furiosa.
Repentinamente, de entre las sombras de unos matorrales, surgieron varias siluetas fantasmales. Era un grupo de coyotes, que se acercaban hacia ella. Aterrada, la tortuga se encerró en su coraza.
Los coyotes la rodearon y ella apretó los ojos, para no ver las patas flacas de los depredadores.
De pronto, oyó una voz que le pareció más que familiar: “Casiopea?”.
Sin moverse, entreabrió apenas uno de sus ojos.
“No tenga miedo Casiopea, somos amigos. Podría decirse que la estábamos esperando”.
La voz era parecidísima a la de alguien a quién ella había amado. Y si algo había aprendido de aquella relación, había sido a confiar en él.
Con valentía asomó la cabeza y vió al grupo de coyotes que la miraba amistosamente.
Aquel de la voz tan parecida a la de su amado, era nada menos que su bisnieto.
Durante largo rato le contaron las peripecias de su amigo. De cómo la recordaba a cada instante, mencionándola hasta el hartazgo de sus interlocutores.
Por él los coyotes aprendieron que las tortugas son casi sagradas y que era denigrante comer pañales sucios.
 Le contaron que él pasó sus últimos años en paz, reconciliado con su existencia y que todos lo recordaban como un buen tipo.
En medio de la animada conversación, pletórica de anécdotas sobre el coyote “Casiopea” (así lo llamaban cariñosamente), el bisnieto se acercó a Casiopea y le dijo:
“Mi bisabuelo dejó un mensaje para usted. Lo fuimos transfiriendo de uno a otro en la familia, para que le llegue tal cual es”.
El joven coyote se arrimó al oído de la tortuga y murmuró algo, que hizo que ella soltara una risita vivaz, mientras una lágrima se le escurría por la mejilla arrugada.
El mensaje, guardado por generaciones, decía textualmente: “Explicále a éstos qué es un coyote”.





  

jueves, 26 de abril de 2012

Mi teoría sobre el olvido

"La vida es porfiada"
(Doctor Sarl Kagan)


Miro mis manos translúcidas; veo cómo la luz de la pantalla las atraviesa ya casi  sin resistencia y, a pesar de que hace un tiempo que comenzaron los primeros síntomas, todavía no salgo de mi asombro; tampoco salgo de mi casa, porque esta “enfermedad” me ha confinado al encierro.

“Soy un ser olvidado”, me sorprendo murmurando a cada rato. “Cómo pasó esto?”

Mi teoría sobre el olvido dice que las cosas que son olvidadas desaparecen, dejan de existir, se borran.

Me acuerdo de un viejo sofá que persistía en mi casa desde la época de mis bisabuelos. A lo largo de tantos años, el mismo fue sepultura de infinidad de objetos que se escurrían de los bolsillos  de los ocasionales ocupantes. Generaciones de monedas, llaveros, encendedores, golosinas y hasta una dentadura postiza, se precipitaron hacia el abismo insondable abierto entre el respaldo y el asiento.
Cuando por fin le llegó el relevo al vetusto y desvencijado mueble, procedí a desmantelarlo, ansioso por encontrar vastedad de tesoros. Harta sorpresa me llevé al comprobar el magro botín: Alguna que otra moneda, un caramelo “media hora” y, por supuesto, la dentadura de mi tía Inés.
Qué había pasado con los demás objetos? Se esfumaron; porque habían padecido del olvido del resto de los seres que existen.

Cuando era pibe me gustaba (entre otros cientos de cosas) pasear por el cementerio de mi pueblo, Monte Grande. Si, ya sé: resulta una costumbre rara,  acaso irreverente.
Mis papás eran jóvenes, mis abuelos también, por lo tanto, el tema de la muerte aún no se había instalado en nuestra familia. La muerte era todavía algo remoto y que acontecía comúnmente a otras personas.

Además, muchos deben coincidir conmigo en que los cementerios tienen cierto atractivo exótico,  algo que infunde una sensación de rareza, de irrealidad.
El caso es que, una tarde, mientras deambulaba por los pasillos desiertos, leyendo lápidas, husmeando bóvedas, me llamó la atención  la actividad de un hombre, quien con una maza, rompía el cemento de una vetusta tumba ubicada en los arrabales del camposanto. Ese hombre, quien seguramente era un obrero empleado del lugar, tomó luego una pala y comenzó a cavar en el interior del sepulcro, ahora abierto.
Yo, agazapado detrás de una cruz de granito, espiaba excitado por la curiosidad y el morbo. Era una clara exhumación a plena luz del día, en una tumba vieja y olvidada.

Pero, el único rostro de asombro que ví fue el del tipo que cavaba. Durante un momento se detuvo y se rascó la cabeza en clara señal de confusión. Luego, escarbó un poco más, cada vez con menos ahínco, hasta que por fin, resignado, tomó sus herramientas y se fue.
Yo, me acerqué furtivamente hasta el agujero a cielo abierto. Con sorpresa noté que no había nada. Estaba vacío. No había muerto, ni ataúd; ni nada.
La experiencia y los años me revelaron que aquella tumba vacía era la sepultura de un muerto olvidado.

Las personas también pueden desaparecer por olvido.
Para que una cosa o persona pueda esfumarse en el aire como si nunca hubiera existido, el requisito indispensable es que la cosa en cuestión no se halle presente en la memoria de nadie, ni siquiera del ser más prescindible e insignificante que exista, ya sea éste un microbio o un marido desocupado.

Claro, los escépticos, los refutadotes, nihilistas y buscadores del pelo al huevo, dirán que mi teoría son sólo galimatías, cháchara improbable y sin fundamentos. Dirán que el único fin de mi retórica maltrecha es ganarme un lugar entre la fauna intelectual vernácula o quizás un bolo en el programa de Anabela Ascar. Les respondo que ni lo uno ni lo otro; y que si mis argumentos les resultan insuficientes, les recuerdo que yo mismo soy una prueba cabal de que mi teoría es cierta; aunque por pudor no me dejo ver porque no quiero hacer de mi condición un espectáculo circense.

Además, pensadores de renombre e intachable reputación han aludido al tema.
Jean Paul Sartre, en su conocida obra “El ser y la nada”, explica claramente lo que mi limitada (por no decir paupérrima) prosa me lo impide:

“Desde nuestra introducción, habíamos descubierto la conciencia como una llamada al ser, y habíamos mostrado que e! cogito remitía inmediatamente a un ser-en-sí objeto de la conciencia. Pero, después de descubrir el En-sí y el Para-si, nos había parecido difícil establecer un nexo entre ambos, y habíamos temido caer en un dualismo insuperable. Este dualismo nos amenaza, además, de otra manera: en efecto, en la medida en que puede decirse que el Para-si es, nos encontrábamos frente a dos modos de ser radicalmente distintos: el del Para-sí que tiene de ser lo que es, es decir.....”

En realidad, no se entiende ni jota lo que Sartre quiere explicar. Además incurre en ciertos errores, producto tal vez del stress o de alguna copa de Cabernet Sauvignon de más; por ejemplo, todo el mundo sabe y hasta su nombre mismo lo indica, que el cogito es un objeto que se introduce adentro de otro, o sea EN.
También erró el bochazo (acaso por un desliz tipográfico), al mencionar al dualismo como amenazante y peligroso…..quiso decir duhaldismo, seguramente.

Creo que para que se entienda lo que torpemente trato de explicar, mejor cuento mi historia y cómo he llegado a esta situación:

Yo tuve un amor. Y contra lo que muchos supondrán, siempre fui correspondido. Su nombre es Lidia (aunque ahora, según tengo entendido, se hace llamar Anestesia).
Yo siempre fui un tipo parco y huraño, poco afecto a cultivar las relaciones sociales. En verdad,  poco me importaba no tener amigos ni relaciones afectuosas.
Lidia descubrió algo en mí que la hizo quererme y para mi fue suficiente nexo entre yo y el resto de la Humanidad. Quiero decir que el resto de la Humanidad para mí fue simple y exclusivamente Lidia.
Es seguro, pues, que éramos una pareja feliz; ella, acurrucándose a mi lado mientras yo leía; yo, ignorándola lo más que podía.

Una infausta noche, regresábamos a casa luego de cenar en “El chorizo honrado”.
Lidia estaba exultante; quizás el tinto de la casa le había surtido efecto y se encontraba locuaz y dicharachera…..se había puesto hincha pelotas, bah.

Bella y traviesa,  abrió el techo corredizo de nuestro 504 y, parándose en el asiento, sacó medio cuerpo afuera, porque quería respirar el fresco de la noche. Yo no la detuve, pues en estado de ebriedad se ponía muy agresiva cuando la contradecían.
El maldito destino quiso que en ese momento pasáramos justo debajo del puentecito de Jean Jaures y las vías.
Ella, con los brazos extendidos en alto vociferó: “La puta! Que vale la pena estar……”
Esas fueron las últimas palabras que le oí decir a mi Lidia sensata.
Si bien el traumatismo de cráneo no fue grave, resultó suficiente para que a Lidia se le borrase la memoria.; “formateo mental”, fue el diagnóstico.
Más allá de eso, y de a veces creer ser una gallina clueca, Lidia se encuentra estable, aunque de mi persona no figure el mínimo rastro en su memoria.

Esa misma tarde, cuando abandoné el hospital donde ella aún hoy yace internada, comencé a experimentar los primeros síntomas de olvido. En la parada del 64, una parejita de adolescentes me miraba con curiosidad y reían codeándose entre sí.
Me miré a mí mismo y comprobé espantado que mi cuerpo se había vuelto translúcido. Corrí a casa desesperado y decidí quedarme inclaustrado hasta saber qué me pasaba.

Investigando en Internet pude dar con una eminencia sobre el asunto: El doctor Sarl Kagan. Este insigne profesional es Licenciado en ciencias ocultas de la Universidad de Pitt Bull, que por ser tan ocultas, él nunca supo bien de qué se trataban.
El doctor Kagan se convirtió en el científico más estacado en el tema de la disolución espontánea de personas, por no decir el único. Pero esta exclusividad más que por su erudición se debe a la indiferencia de sus colegas, a quienes el asunto les parece una reverenda estupidez.
Kagan hace referencia al tema que nos atañe en sus dos únicos libros publicados: “Ectoplasma para todos” y su celebérrimo “Era esto o trabajar”.
En el primero, hay un párrafo muy interesante que transcribo a continuación:
“Los fantasmas no existen. Lo que el vulgo denomina espíritus, espectros o almas en pena, son en realidad personas a media desaparecer. Son víctimas de un proceso de extinción que a la vez trae consigo trastornos tales como inapetencia (la comida se les cae al piso provocando un deprimente enchastre), caída del animo y de las monedas que infructuosamente  tratan de ponerse en los bolsillos y una patológica afición por mirar el canal Magazine día y noche”
“Lo único que sé del caso”, prosigue, ”es que una vez iniciado el proceso es irreversible, igual que cuando firmamos un contrato de celular con abono”
“Las causas del mal aún no las he podido establecer”, concluye el experto, “Será el olvido? O acaso el agua contaminada de algún reactor cercano?”
Kagan nunca pudo concluir con sus investigaciones. Una vez, durante un simposio de alquimistas, llamó embustero a un participante que quería demostrar el proceso de transmutación del agua en oro. Kagan terminó convertido en una estatua de 24 kilates. Hay quienes juran haberlo visto mucho tiempo después tratando de vender sus extremidades en un local de Tucumán al 800.

También, mediante el Internet, pude conocer innumerables  testimonios. El fenómeno de desapariciones por olvido es de lo más cotidiano y estamos rodeados por infinidad de indicios:
Pude saber sobre la existencia y posterior desaparición de cosas tan disímiles como un portal, un perro atado en el fondo de una casa, un internado de locos, un árbol enfermo.
Hubo un increíble caso donde después de un partido de futbol, uno de los equipos terminó con un jugador menos. El referí juraba que no había expulsado a nadie. Luego se dedujo que se trataba de un win derecho bastante introvertido y un tronco de primera.
Otra vez, también después de un aburridísimo cero a cero, los arcos del estadio terminaron sin redes. Aunque el utilero juró haberlas colocado, no le creyeron y lo echaron sin indemnizarlo.
“Habría jurado que en esta casa había un sótano”, decía la abuela de un amigo. Todos creían que la anciana acusaba demencia senil, pero la vieja tenía razón: La antigua casa tenía un sótano,pero las nuevas generaciones  de parientes condenaron al olvido.

Gracias al Facebook, pude cotactarme con otras personas que padecen este aciago mal.
Hubo un intento de reunirnos, de formar un club, una secta o peor aún, un sindicato.
Nos fuímos en aprontes. La idea nunca prosperó por dos razones:
1)  Las personas en vías de desaparición por olvido son en general tipos bastante jodidos. La gente olvidable es más bien complicada y resulta difícil ponerse de acuerdo con ellos.
2) Existen cláusulas expresas que prohíben alquilarle inmuebles a personas translúcidas, por lo cual se nos hizo casi imposible conseguir un local decente donde reunirnos.

Algunos sujetos, a la desesperada, optan por salir a asustar, presentándoseles a las personas “comunes” y pegándoles el susto de su vida. De esta forma, a través del miedo, buscan retrasar un poco más el desenlace fatal.
Para mí, la idea es ignominiosa y humillante. Prefiero el olvido.

Me queda poco tiempo ya. Estoy casi transparente y mis dedos apenas pueden presionar las teclas con que escribo estas palabras póstumas.
Pienso en Lidia, y en lo que tanto dependía mi existencia de ella.
De haberlo sabido, hubiera hecho más para que mi amor permaneciera en su memoria. Tal vez, de haberme cortado las uñas de los pies cuando dormíamos juntos, o desechar la costumbre de darle coscorrones cuando pronunciaba “haiga” o “estea”, hubiese sido suficiente para derribar el muro de su desmemoria..
Por lo menos, me habría comprado un perro para que me recuerde.
Pero ya es demasiado tarde. Dejo para el final (mi final), las palabras del doctor Kagan, que rezan: “Si acaso fuera el olvido la causa de las desapariciones, el único antídoto posible es permanecer en la memoria de algo o de alguien. Que nuestro paso por sta Tierra  no resulte en vano. Un acto de amor trascendental tal vez nos redima de tan cruel destino”

“Un simple acto de amor cometido a tiempo”, pienso. “Estoy en el horno”.