viernes, 25 de mayo de 2012

Dios es un guionista retorcido (1ra parte)

“Si llevás tu destino escrito en la frente, no lo dudes: Sos un Bondi”
                              (Sarl Kagan)


En su famoso best seller “Es lo que hay”, el eximio especialista en ciencias ocultas, profesor Sarl Kagan, alude a la predestinación de las personas; sostiene allí la teoría de que cada individuo tiene su destino fijado de antemano, como el guión de una obra teatral.
 Sarl Kagan, o Tzar Kagán (como se lo conocía en ciertos ámbitos universitarios), recuerda el caso del protestante Juan Calvino, quién fue declarado hereje por la Iglesia Católica por dedicarse a la enseñanza de la predestinación y por hacerle morisquetas al Papa cuando éste daba un sermón.

Kagan, o Kagán, expresa en un párrafo del mencionado libro:
“Si eres pobre y feo, no hay que ser adivino para saber qué te depara la vida..Ahora, la cosa se complica cuando se trata de destinos más sutiles; no obstante, yo creo que todos se pueden descifrar….la pregunta es cómo o a quién hay que sobornar para saberlo?”

Sarl Kagan (o Tzar Kagán), Llega a la turbia conclusión precedente después de interminables horas de profundas investigaciones, levantando testimonios en los piringundines del centro, donde gastó gran parte de los fondos provistos por la Universidad.
En medio de un fárrago de testificaciones de dudosa credibilidad, Kagan (o Kagán), hace alusión al extraño caso de un personaje llamado Gabriel Nitales.

 “Nitales”, dice Kagan (o Kagán), “era un escritor y guionista de poca monta. Un trabajador de oficio mediocre, mal pago y de pocas luces. Pero lo trascendental de su obra fue el hecho de que lo que escribía le acontecía luego a personas de la vida real. Cada hecho narrado en la ficción, indefectiblemente le sucedía a alguien.
Nitales no tenía control sobre este fenómeno, es decir, las personas a quienes le acontecían los sucesos brotados de la imaginación del autor, eran elegidos por designios del azar o por un raro mecanismo de selección supra humano.
 Tomá mate!”, agrega, como para darle vehemencia a su discurso.
“Vamos a tomar” prosigue Kagan (o Kagán) “como ejemplo, tres relatos de la modesta obra de: Nitales:
Primero, en el relato corto “Por quién doblan las esquinas”, Nitales narra la historia de un hombre que es atropellado por un micro de larga distancia. El infausto golpe hace que el protagonista quede estampado en el frente del vehículo, recorriendo así gran parte del país, viviendo aventuras de distinto tenor.

Ahora, nos remitimos al diario Crónica del 20 de enero de 2005., en la página 16, el título reza: “Sujeto es atropellado en Almagro y viaja hasta Bariloche enganchado del paragolpes de un Chevallier.. Lo encarcelan por viajar de polizón”

Segundo caso: “El pez por Barracas muere”, describe las peripecias de un señor que durante una noche de lluvia, es tragado por una boca de tormenta y arrastrado por la corriente río adentro. La fortuna quiere que un pescador lo salve con su caña, sacándolo hasta la orilla con carnada para pejerreyes.

Diario La Razón, del 11 de abril del 2008, página 7: “En medio de un concurso, pescador rescata a persona. Luego, ambos se trenzan en feroz pelea. Como ganaron el Pescador y presa se disputaban el primer premio otorgado. El caso irá a tribunales”

Tercera y última prueba: “Ico, el caballito caliente”
Es la historia de un pony en celo que termina vejando impiadosamente a su dueño.
Diario La Sanata, de Coronel Dorrego: “Zoilo Rufino es sodomizado por potro alzado”

“Qué me cuentan?”, fue la reflexión final de Kagan (o Kagán).

Estos testimonios bastaron para convencer al doctor Kagan (o Kagán) de que el destino de las personas está prefijado y que manos anónimas urden inconcientemente el desarrollo de la vida de las personas y que hagas lo que hagas, éste es invariable.

Por desgracia, el eminente doctor no pudo concluir con sus investigaciones. Lo echaron de la universidad cuando se dieron que en realidad Sarl Kagan y Tzar Kagán eran el mismo sujeto cobrando descaradamente dos sueldos.

Sin embargo, el inconveniente no amilanó a Kagan, quién estaba absolutamente convencido de su teoría
Emperrado febrilmente en demostrar la validez de sus convicciones para restregárselas en la cara a los engreídos de la sociedad científica, Kagan decide ir a fondo y hacer una prueba cabal, persuadido de que el destino está escrito y que haga lo que haga, nada podría cambiarlo. Una tarde de sábado, durante un partido de fútbol, el osado investigador se adentró en la multitudinaria tribuna de Nueva Chicago portando una bandera de Platense, al grito de “Calamar soy señores!”
Cuentan testigos, que lo encontraron dos días después plantado cabeza abajo en el cantero de un edificio de la avenida Directorio.

Tal vez, ese percance también estaba escrito.

Dejo para el final una frase de este fundamental e injustamente ignorado pensador, que pinta cabalmente su pensamiento filosófico. En su libro intimista “Consejos a mi abuelo”, él dice: “Tu destino es una inalcanzable zanahoria……No te ofendas! Que no te estoy llamando burro!”

sábado, 12 de mayo de 2012

Pequeñas delicias del transporte público

Quienes por desgracia están condenados a ser usuarios del ferrocarril Roca sabrán que por estos días el habitualmente pésimo servicio de la línea descendió a la categoría de kafkiano; aunque algunos estudiosos prefieren utilizar el término “surrealista”.

 Los explicativos y amables carteles de “servicio condicional” puestos en las ventanillas de las boleterías (igual de respetuosos como un dedo en el orto del pasajero) se complementan con los anuncios luminosos que indican los horarios de partida: “Sale cuando salga”, espetan, redondeando así en forma cabal la certeza de que, en efecto, uno es un boludo a cuadros.
El largo largo viaje que nos espera luego, similar a un vals de Strauss (un pasito ‘pa adelante, otro para atrás) es propensa ocasión para aprovechar el tiempo desarrollando variadas actividades: Unos piensan en cultivarse; no me refiero a leer (si bien el tiempo alcanza para acabarse de punta a punta una novela de Tolstoi), sino literalmente a cultivarse, ya que se ha podido comprobar que cierta gente, de tanto estar parada, ha germinado, notándoseles plantitas que asoman desde sus zapatos.
Otros prefieren tejer, otros ajustar sus cuentas con el fisco o arreglar un guardabarros del auto.
Otros prefieren pernoctar.
”Sueño, pequeña porción de muerte”, dijo Edgar Alan Poe, haciendo gala del chispeante optimismo que lo caracterizaba.
Esa frase detonó mis cavilaciones que vinieron bien para distraerme un rato de mi recurrente fantasía de bailar la danza del fuego en pelotas, alrededor de un vagón en llamas.
Aguzando mi sentido de observación pude comprobar que entre los desgraciados dormilones de la masa obrera existen diferentes estilos si de dormir se trata, los cuales, sin más prolegómeno, paso a detallar:

El quiebranuca:
La persona cultora de este estilo se queda dormida en forma más o menos erguida. Entonces, la cabeza empieza a desplegar un movimiento oscilatorio, hacia delante y hacia atrás. El vaivén se torna cada vez más pronunciado, hasta que la cabeza, impulsada por su propio peso, se desploma violentamente hacia la espalda del individuo como queriendo despegarse de su portador, quién reacciona ante el sacudón despertándose levemente. El individuo yergue momentáneamente el rebelde miembro y vuelve a caer en brazos de Morfeo, reiniciando así el proceso.



El centroforward
Quienes conocen algo de fútbol saben que el centroforward (modernamente conocido como centrodelantero o nueve) es el cabeceador más avezado del equipo. Un buen nueve es el encargado de cabecear todo lo que le arrojen al área, ya sean centros, pases de emboquillada o lavarropas automáticos.
El centroforward pernoctador tiene un estilo similar al quiebranuca, pero en aquél el movimiento oscilatorio de la cabeza es sólo para adelante. De esta forma, se lo puede observar ejecutando una seguidilla interminable de cabezazos, tan vehemente, que provocarían la vergüenza del mismísimo pelado Silva.


El “clase ejecutivo”
Antes de explicar este estilo cabe efectuar una descripción gráfica:
Los nuevos asientos del Roca son de un plástico tan duro como un gallego aprendiendo álgebra. Se dice que los mismos fueron diseñados respondiendo a un modelo anatómico standard; al parecer se basaron en la anatomía del Hombre Elefante, por lo cual, resultan tan cómodos como la cama de un fakir.
Debido a dicha “comodidad”, el cultor del estilo “clase ejecutivo” es el individuo que una vez dormido, buscando infructuosamente acomodarse, comienza a deslizarse hacia abajo, adoptando una posición casi horizontal. De esta forma, el individuo queda despatarrado y convertido en la hipotenusa de un perfecto triángulo rectángulo. El nervio ciático, por demás “agradecido”.



El mimoso
Producto tal vez de una niñez carente de afectos, el espécimen en cuestión es quién, sumergido en los abismos del sueño, se vuelca hacia un costado quedando su cabeza apoyada en el hombro del que está al lado.
A veces se genera una simpática situación cuando ambos sujetos duermen practicando el estilo mimoso, es decir, apoyando una cabeza sobre otra. La imagen es ideal para proveerse de un singular salvapantallas.

El yoyo salival
Estilo casi lúdico. El individuo duerme con la cabeza inclinada hacia delante. Producto acaso de una deficiente respiración (generalmente en fumadores), la boca comienza a segregar hilos de baba. El hilo brota y, por efecto de la gravedad, desciende unos pocos centímetros, o varios (depende del caudal de líquido), para luego volver a esconderse entre los labios del dormilón, y así sucesivamente.

La zarigüeya (muerte súbita)  

La zarigüeya es un mamífero a quien la naturaleza proveyó de una rara habilidad: ante un peligro inminente (generalmente por la presencia de un depredador) el bicho de marras finge estar muerto, adoptando un estado cadavérico tan convincente que hasta las funciones vitales merman, emitiendo incluso un hedor tan pestilente que desanima hasta a la más famélica de las fieras.
En nuestro caso, el dormilón denominado “la zarigüeya” es aquel quien ante la presencia de una mujer embarazada, o de una persona inválida, o de un anciano, o de alguien con un bebé en brazos,ante el peligro de tener que ceder su asiento, cae en trance onírico en forma automática, exagerando su condición de dormido al punto de que parece haber sufrido un ataque de catalepsia.

El sapo
Netamente lúdico. Este es el sujeto que duerme con la cabeza mirando al techo y con la boca abierta de par en par. Es tan tentador que apenas se controlan las ganas de probar suerte arrojándole unas monedas a esa verdadera buchaca de carne.

Estoy seguro de que existen varios estilos más que podrían agregarse a esta lista.
El único que se me ocurre, tal vez el más pintoresco, es el que he dado en llamar “la hamaca paraguaya”, que consiste en el sujeto durmiendo plácidamente en el portaequipaje volado sobre los asientos.

Si alguien de vosotros quiere aportar más datos a este estudio se agradece enviarlos a casilla de correo “lindokoyote”, apartado “678”.
Si no respondo es porque aún estoy viajando.
Buenas tardes.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Casiopea y el coyote

CASIOPEA Y EL COYOTE
Un coyote transitaba al borde de un acantilado, a mitad de camino entre los médanos donde estaba su madriguera y la parte costera de la ciudad. Ésa era una zona profusa de negocios, bares y restaurantes, cuyas trastiendas ofrecían gran variedad de desechos, que eran verdaderos manjares para la fauna casi salvaje de la zona. Especialmente para los coyotes que, como se sabe, comen absolutamente de todo.
Abstraído en su tarea de recorrer el camino olfateando cada centímetro del mismo, para no dejar escapar bicho ni desperdicio que se le crucen, su hocico se topó con algo extraño. Al principio le pareció una gran piedra. Pero no olía como tal. La rodeó husmeándola con fruición, tratando de identificar tan particular aroma; hasta que un movimiento de la piedra le causó un gran sobresalto. Casiopea se acomodó adentro del caparazón, para tratar de protegerse del inminente ataque del depredador.
El coyote, excitado por su instinto, rasqueteó con fuerza la dura superficie, por uno y otro lado; parándose incluso sobre ella, tarasconeando con rabia la coraza impenetrable. Como todo coyote, era bastante vago; por lo tanto, desistió enseguida de su actitud, al comprobar que la misma resultaba infructuosa.
Con indiferencia, se bajó del caparazón, y cuando se disponía a retomar su camino, oyó una pequeña voz que le dijo:
“Ey! Por qué me lastimás?”
El coyote vió la cabecita que se asomó fugazmente para espetar esas palabras y esconderse de nuevo.
La dulce voz de Casiopea le produjo un efecto tan raro, que de inmediato hizo desaparecer su intención de comérsela. Claro, el asunto era que la tortuga no sabía eso.
El coyote se quedó un rato observándola. Si hubiera sido por Casiopea, hubiesen seguido así por siempre, pués jamás se habría animado a asomar la cabeza.
 Más curioso que hambriento, el coyote le preguntó:
“Qué se supone que sos?”.
La tortuga guardó silencio. Por más que hubiera querido, no podía hablar desde adentro del caparazón.
“No temas. Hablá tranquila. Para que confíes en mí, voy a alejarme un poco. Así, por más que quisiera, no podría alcanzarte”, dijo, inteligentemente, el coyote.
Casiopea se asomó tímidamente, pero volvió a esconderse temerosa. El coyote, se alejó un poco más. “Si me voy más lejos, no voy a poder escucharte”, dijo.
Quedaron un rato en silencio.
 Como es sabido, la paciencia no es una característica habitual en un coyote, y éste no era la excepción. Así que, después de un rato, dió un suspiro de fastidio, y se dispuso a retomar su camino.
“Me llamo Casiopea, y soy una tortuga”, oyó detrás de él.
“Tortuga?”, pensó el coyote. “Y eso con qué se come?”.
“Y, qué andás haciendo por mis pagos?”, alardeó el coyote.
“Tus pagos?..... en fin. Voy bajando hacia la playa, para ir al mar”, contestó Casiopea.
El coyote miró en dirección al largo, largo camino que bajaba hasta la playa.
“Entonces apurate, porque te falta “un poco” todavía”, le dijo, sonriendo con sorna.
La tortuga interpretó las palabras del coyote, porque ya estaba acostumbrada a los sarcasmos.
“Yo tampoco ví jamás “algo” como vos”, dijo Casiopea, devolviéndole la patada.
El coyote no entendía cómo alguien muerto de miedo podía tomarse licencias humorísticas. Enseguida entendió que se trataba de alguien especial.
“Pués, soy un coyote”, dijo, haciendo un ademán afectado.
Ella, con la cabecita aún a medio asomar, lo miraba con picardía.
“Sí, ya sé: Y qué cuernos es un coyote, no?”, dijo él. “Cómo no vas a saber qué es un coyote! Vos también! . Los coyotes somos…a ver, sabés lo que es un perro? No me digas que nunca viste un perro!”.
“Sí, sé lo que es un perro!”, dijo ella, un poco ofendida porque la tomaban de tonta.
“Entonces, un coyote no es un perro…pero casi. Pensándolo bien, somos todo lo contrario a los perros….Tampoco somos lobos, porque a veces nos confunden con los lobos, por eso de los aullidos y demás cosas. En fin… se entiende, no?”
Casiopea lo miró con dulzura. Realmente su interlocutor le resultaba muy simpático. El coyote asimiló aquella sonrisa y sintió algo extraño, es decir, inaudito. Fue como la caricia de una brisa en su alma de carroñero.
Copada su atención por aquel ser tan extraño, el coyote se tiró en la arena, con las patas hacia adelante, atento e interesado en aquella atractiva personalidad.
Se pusieron a conversar, primero en forma entrecortada, después, más animadamente a medida que Casiopea se fue soltando durante el transcurso de aquella tarde.
Ël, estirado y atento, con las orejas paradas, conversaba a cierta distancia de ella, que asomaba tímidamente la cabeza.
La fauna que pasaba por el lugar, sobre todo los coyotes, miraban la escena con sorpresa. No podían entender cómo, aquel viejo coyote, con fama de solitario, parco y apático, conversara tan animadamente con alguien, galápago o lo que fuere.
“Será una nueva estrategia de caza”, pensaban algunos intrigados.
Ellos dos, ajenos a los comentarios, hablaban de todo lo que una tortuga y un coyote podían hablar. A cada uno le interesaba con franqueza la persona del otro.
Al coyote le fascinaba la forma en que Casiopea respetaba sus comentarios. Algunos de ellos, puras barrabasadas. Ella le devolvía siempre la frase justa, como esos jugadores de fútbol que siempre pasan la pelota con seguridad y al pie.
Casiopea le contó, que se dirigía a la playa, para internarse en el océano y emprender un viaje de miles de kilómetros, llevada por espectaculares corrientes submarinas.
Él, le contaba sobre sus viajes hasta los callejones detrás de los restaurantes, y hacía alarde de que cada día podía elegir la basura típica de cada lugar.
Ella disfrutaba escuchándolo. Él, exageraba los detalles, para robarle aquella sonrisa tierna y demoledora. Pero no le mentía. No se hubiera animado a hacerlo.
Se hizo la noche, y a regañadientes, el coyote volvió a su madriguera. Casiopea dormía en el camino porque así son las tortugas.
Pero, al otro día, no bien amaneció, el coyote volvió urgente a encontrarse con su amiga. Y todo volvió a empezar. Largas conversaciones, entre chistes y confidencias, que hubieran dormido al espectador mejor dispuesto. Pero que para ellos eran horas invalorables de diálogos eternos que se retroalimentaban.
“Descubrimos la máquina de movimiento eterno”, bromeaba Casiopea.
El camino hasta la playa era muy largo, y Casiopea se tomaba su tiempo. Avanzaba sólo unos poquitos metros por día. El coyote, impaciente por naturaleza, quería ayudarla a recorrer la distancia con mayor velocidad.
 Entre otros planes locos, se le ocurrió convocar a todos los coyotes de las inmediaciones para arrastrar a su amiga hasta el agua.
Casiopea se negaba gentilmente a las proposiciones del coyote, aunque sentía una gratitud enorme por la preocupación de su amigo.
“Tu tiempo no es igual al mío”, decía ella. “Cuál es el apuro? El océano va estar ahí siempre. O la estás pasando tan mal que querés deshacerte de mí lo antes posible”.
Él no insistió más. Así era Casiopea. Lo hacía pensar en cosas que él ni tenía en cuenta.
El fenómeno de la tortuga y el coyote, dejó de ser una novedad en la zona, a medida que pasaron los días.
 Nadie pudo entender jamás qué tanto conversaban esos dos. Pero una cosa estaba clara: Cada uno necesitaba la compañía del otro.
Así, pronto compartieron las noches también. Un día, el coyote decidió no volver a su solitaria madriguera. Aunque se preocupaba, en su interior, Casiopea se sentía feliz porque su compañero se quedara a su lado, gozando de interminables tertulias a la luz de las estrellas.
Casiopea lo obligaba a comer, porque si hubiese sido por él, no quería abandonar ni un minuto a su amiga. De modo que él se iba refunfuñando hasta los basureros más cercanos, para comer raudamente y volver con urgencia.
Una vez, hubo noche de confesiones.
Casiopea reveló que una vez engañó a un tiburón que se comió a su madre, guiándolo hacia una red de pescadores.
Cuando fue su turno, el coyote dijo avergonzado: “Yo nunca hablé de ésto con nadie. Tengo un vicio secreto”. Así fue que relató con lujo de detalles, ante la mirada atónita de la tortuga, cómo durante las noches de verano, se dedicaba a bajar a la playa y darse un festín con los pañales descartables usados que los desconsiderados turistas dejaban esparcidos en la arena.
“Pero eso es asqueroso!”, gritó Casiopea, y lo obligó a prometer que nunca más comería un pañal descartable. Él le hizo caso, porque Casiopea era así, le arrancaba promesas como quien despulga un cachorro.
Hasta que llegó aquel día. El que sería, sin duda, el más trascendental de sus vidas.
Habían dormido en la playa, a poquita distancia de la orilla del océano.
Él, había pasado la noche inquieto; sobresaltado por un dolor, mezcla de ansiedad, rabia y melancolía. Lo que él jamás supo, es que a ella le pasó exactamente lo mismo. Las tortugas saben disimular sus sentimientos mejor que los coyotes.
El coyote percibió el amanecer como un sopapo en el hocico. Sin embargo, debía demostrarse feliz por el éxito de su amiga.
Avanzaron juntos el último tramo, hasta llegar al agua. Ahí él se detuvo un instante, pués agua y coyotes no son compatibles. Pero, después de unos segundos dijo: “Qué va!”, y metió sus patas en las aguas heladas.
Ella comenzó a flotar, y él se detuvo sonriente. Estaba feliz de verdad.
Liberada de la acción de la gravedad, Casiopea se empezó a alejar mar adentro, desplazándose como una mariposa.
A cierta distancia, ella giró, y vió a su compañero en la orilla, sonriente.
Se quedaron un instante mirándose, hasta que él, haciendo un gesto con la cabeza, la animó a seguir adelante. Ella le dedicó la última sonrisa y se sumergió.
El coyote se quedó parado un rato largo, tiritando, pero no de frío; mirando la nada del océano.
Casiopea volvería algún día. Pero él no era tonto, y sabía que los tiempos de las tortugas son distintos a los tiempos de los coyotes.
Transcurrió el resto de su existencia extrañando a su amiga, embargado por la melancolía.
Pronto volvería a las andadas, escapándose de los empleados de limpieza y revolviendo los tachos de basura de la costa.
Si bien, volvió a ser un tipo callado y hosco, algo en él había cambiado para mejor.
Ya no andaba con prisa, corriendo de un lado a otro para devorar primero. Había aprendido que el tiempo era amigable si uno sabía como tratarlo.
También se había hecho más amable y considerado con sus semejantes.
 Más de una vez, durante aquellas comilonas de sábados a la noche, que compartía con el resto de sus camaradas, alguno le decía: “Va a comer esa pata de pollo, compañero?”, y él decía que no, y la cedía con cortesía. Como le hubiese gustado a Casiopea.
Casiopea estaba en su corazón, en el viento y en las estrellas. Más de una noche la pasó en el acantilado donde la había conocido, contemplando el océano y recordándola.
Muchos años después, una noche, en aquella playa, un bulto emergió de las aguas.
Casiopea había vuelto.
Con dificultad, se arrastró por la arena. Estaba exhausta, y sabía que éste había sido su último viaje.
 La luna bañaba todo el lugar con una luz furiosa.
Repentinamente, de entre las sombras de unos matorrales, surgieron varias siluetas fantasmales. Era un grupo de coyotes, que se acercaban hacia ella. Aterrada, la tortuga se encerró en su coraza.
Los coyotes la rodearon y ella apretó los ojos, para no ver las patas flacas de los depredadores.
De pronto, oyó una voz que le pareció más que familiar: “Casiopea?”.
Sin moverse, entreabrió apenas uno de sus ojos.
“No tenga miedo Casiopea, somos amigos. Podría decirse que la estábamos esperando”.
La voz era parecidísima a la de alguien a quién ella había amado. Y si algo había aprendido de aquella relación, había sido a confiar en él.
Con valentía asomó la cabeza y vió al grupo de coyotes que la miraba amistosamente.
Aquel de la voz tan parecida a la de su amado, era nada menos que su bisnieto.
Durante largo rato le contaron las peripecias de su amigo. De cómo la recordaba a cada instante, mencionándola hasta el hartazgo de sus interlocutores.
Por él los coyotes aprendieron que las tortugas son casi sagradas y que era denigrante comer pañales sucios.
 Le contaron que él pasó sus últimos años en paz, reconciliado con su existencia y que todos lo recordaban como un buen tipo.
En medio de la animada conversación, pletórica de anécdotas sobre el coyote “Casiopea” (así lo llamaban cariñosamente), el bisnieto se acercó a Casiopea y le dijo:
“Mi bisabuelo dejó un mensaje para usted. Lo fuimos transfiriendo de uno a otro en la familia, para que le llegue tal cual es”.
El joven coyote se arrimó al oído de la tortuga y murmuró algo, que hizo que ella soltara una risita vivaz, mientras una lágrima se le escurría por la mejilla arrugada.
El mensaje, guardado por generaciones, decía textualmente: “Explicále a éstos qué es un coyote”.