martes, 5 de octubre de 2010

Enemigo natural

Tengo garras que me sirven para cazar. Con ellas atrapo roedores y suculentos insectos que componen mi dieta diaria.
Mis garras, además, sirven para escarbar la tierra donde me refugio.
Mi guarida está formada por una maraña infinita de túneles, mediante los cuales me comunico con los demás de mi especie.
También, los túneles me sirven para huir de algún eventual peligro.
Si un intruso se aventurase a perseguirme aquí, en mi territorio, seguramente quedaría atrapado en alguno de los cientos de pasadizos inconclusos adrede, para que el incauto no tenga posibilidad de volver atrás. Eso resultaría su perdición y su definitiva tumba.
De todos modos, lo descrito son sólo precauciones.
Nuestro peligro real, la pesadilla más aciaga de nuestra existencia, acechaba afuera, en el exterior de nuestros refugios.

Mis garras poco hubieran servido para defenderme de aquel cuya sola contemplación paralizaba los sentidos y petrificaba hasta el mismo aliento.
Era una bestia atroz y despiadada. Era nuestro depredador.

Nuestros hábitos de caza eran nocturnos.
Amparados en la oscuridad, nos desplazábamos en grupo, sigilosamente, para sorprender a nuestras víctimas; pero, por sobre todo, nos escondíamos para no caer en las fauces de aquel que nos acechaba desde las alturas, seleccionándonos como a frutas maduras.

En ese desenvolvimiento diario de supervivencia, yo cumplía un papel importante dentro de mi colonia.
Yo diseñaba las estrategias para salir a cazar en grupos, ideando rutinas que no parecieran tales, pues el mínimo acto previsible hubiese resultado catastrófico.
Yo era artífice de trucos y distracciones, que procuraban burlar los ataques de la bestia, para lograr así la menor cantidad de víctimas posibles.
Quienes caían en sus tremendas garras, lo hacían por desobediencia a mis instrucciones, o porque simplemente les había llegado la hora.

En definitiva, nuestra naturaleza y nuestro destino era defender nuestra vida de un único depredador.
Nuestros hábitos, el diseño de nuestros hogares y hasta el mínimo acto cotidiano, estaban supeditados a la presencia fatal del demonio insaciable que nos acechaba.

Por qué me refiero a él en tiempo pasado?
Porque una noche, todo cambió.

Una trampa o un descuido. Para el caso es lo mismo. Pero ésta vez el verdugo terminó siendo la víctima.

Éramos un grupo de seis. Alrededor nuestro reinaba una tranquilidad casi irreal.
De pronto, las nubes nos jugaron una mala pasada. Se desplazaron dejándonos a merced de la luz de la luna.
Un rumor, como el de una tormenta, empezó a agitar las copas de los árboles.
Luego se escuchó un ruido descomunal, como un alud que se derrumbaba sobre nosotros.
Enseguida, se oyó un estruendo muy fuerte. Era el impacto de algo muy pesado que colisionó casi a la altura de nuestras cabezas.
Tal vez una rama invisible o un movimiento mal calculado.
 La cuestión fue que, de pronto, una enorme mole cayó al piso entre nosotros.
La bestia yacía allí, tumbada, inerte, ante nuestros ojos.
Durante un instante nos miramos azorados.

El miedo extremo se parece mucho al coraje. Quiero decir que, muertos de temor, somos capaces del acto más heroico por salvar nuestro pellejo.

El resto de mis camaradas se abalanzó sobre aquel bulto inmóvil.
Lo destrozaron. En un santiamén le arrancaron los ojos, el corazón y las viseras. 
Alertados los que se hallaban más lejos, acudieron raudamente y se acoplaron al festín, apilándose sobre el infernal promontorio ya aniquilado.
Yo, lo hubiera dejado vivir.

Los días que siguieron fueron de júbilo y de festejos interminables.
Ya no había necesidad de esconderse, así que muchos  abandonaron la vida subterránea y se aventuraron a vivir a la intemperie.
Los hábitos de caza iban a cambiar, pues ya no había razón para hacerlo de noche.

Todo parecía haber mejorado. Menos para mí.

Yo, de pronto, me aislé del resto. Me aparté de los demás encerrándome en mi guarida de siempre.

El malestar y la rabia me corroían la voluntad.
Sentía que nuestra esencia, que el propósito de nuestra existencia se habían desdibujado.
Nuestros padres y los padres de éstos, vivieron siempre con una única premisa, la de sobrevivir lo más posible ante aquel peligro que representaba el monstruo.
Ahora, que ese peligro había desaparecido, todo lo que habíamos aprendido resultaba obsoleto e inútil.
Debíamos establecer nuevas reglas para convivir, pero nadie estaba preparado para idearlas. Ni siquiera yo.

Pronto, mis presentimientos se hicieron realidad  En el grupo comenzaron las primeras reyertas. Disputas por espacio y territorio.
Algunos comenzaron a alejarse, buscando refugio en el bosque.

Sin embargo, un hecho terrible hizo que todo los demás problemas se postergaran.

Uno de los nuestros, junto con su familia, habían aparecido muertos.
El animal que los atacó los había destrozado con una furia despiadada. Había viseras desparramadas por todo el bosque.
De inmediato cundió el pánico y la confusión fue general.
Un nuevo depredador había llegado. Pero éste, por la forma de su ataque, era distinto al anterior.
El detalle más espeluznante de aquella matanza fue que esta bestia no había devorado a sus víctimas.

Todos se hallaban asustados, porque no sabían aun de qué defenderse. A pesar de que el ataque había sido diferente, todos convinieron en retomar los viejos hábitos de defensa.
Así volvieron a su antigua rutina.
De poco les sirvió.
El asesino volvió a atacar. Irrumpía en sus madrigueras, antes seguras, sorprendiéndolos y acabando con todo lo que se moviera.

De esa manera volvió el temor, las precauciones, los hábitos de caza nocturnos y, sobre todo, volvió la paz.

Las muertes se fueron sucediendo hasta terminar con cinco familias enteras.

Entonces, hubo un detalle que a algunos no se les escapó. Más por instinto de supervivencia que por deducción, cayeron en la cuenta de que las cinco víctimas asesinadas eran integrantes del grupo que aquella infausta noche habían dado muerte a la bestia. Por lo tanto, debían buscar al único de aquel grupo que estaba vivo.
No tardaron en descubrir el origen de los ataques.

Cuando vinieron por mí, yo ya había huido a esconderme en el monte.

Desde ahí los estaré acechando y los obligaré así a aprender a defenderse.
Si, yo soy el asesino de mis propios hermanos.
Me convertí en su nuevo depredador, en su peor pesadilla.

Por supuesto, todo por el bien de mi propia especie y para no perder el único estilo de vida que conocemos.






  

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