viernes, 17 de septiembre de 2010

La colmena del tiempo


“Se trata de una porción de terreno, amorfa, irregular, dividida en parcelas imaginarias, de distintos tamaños. Todas esas parcelas son hexagonales. De ahí, la denominación que se le ha dado al conjunto: La colmena.

Cada una de las “celdas” de la colmena, representa no sólo una superficie única, sino también un estado único de tiempo. Es decir, en cada una de esas áreas hexagonales, el tiempo está desfasado de la recta que representa al tiempo absoluto.
Para ser más claros: El hoy, en alguna de las celdas, es ayer. En otras mañana.
Diversas variantes del ayer y del mañana, se desarrollan en la totalidad de las celdas que componen el conjunto. Todas están distribuidas en forma irregular y caprichosa, dispuestas en aparente desorden.

El tiempo se extiende más allá de los límites del hexágono si no se sabe por qué único lado de éste debe salirse.
Es decir, a cada celda hexagonal se entra por cualquiera de sus seis lados, pero se sale (tal vez hacia otra celda contigua), a través de un único y determinado lado. Si no, se permanece en el mismo estado de tiempo.

Muchos han recorrido hasta los lugares más recónditos del mundo para encontrar ese verdadero laberinto temporal llamado La Colmena del Tiempo. Los pocos que lograron hallarla, intentaron elaborar un mapa que logre ayudar a dominarla. Nadie ha tenido éxito hasta el momento.

Se dice que todo el conjunto tiene un movimiento giratorio intermitente, discontinuo, sin ningún patrón aparente, por lo cual algunos aseguran que la Colmena es un ente con voluntad propia.

También se dice que existe una celda donde la infinita recta del tiempo absoluto se concentra en un punto, cuya contemplación resulta mortal, como si se tratara de una especie de hoyo profundo e infinito.

Se dice además, que el  camino trazado por este laberinto, conformado por el trayecto entre los lados contiguos de cada celda, determinan un espiral que desemboca, inevitablemente, en esa celda negra, donde todos los estados del tiempo, pasados y por venir, se concentran, y cuya contemplación, obviamente, es fatal.”

                                                                             
           (Texto traducido del Gran Grimorio. Libro de artes esotéricas publicado en la Edad Media, de autor anónimo)

La zapa dió contra un terrón, desintegrándolo.
Los callosos dedos de una mano deshicieron los restos, haciéndolos polvo.
El campesino se incorporó y miró hacia el horizonte. Al fondo había una montaña desde la cual descendía un sendero, que bajaba hacia un gran monte de abedules. Ahí, el camino se perdía, para volver a surgir luego en dirección a la casa del campesino.
Una figura delgada venía por el sendero.
Los ojos rasgados del campesino, debajo de un gran sombrero de paja, enceguecidos por una vida de soles, alcanzaron a comprobar que se trataba de un hombre de aspecto desgarbado, con ropas de vagabundo. A ambos lados del esmirriado cuerpo colgaban dos alforjas, que evidenciaban la condición del hombre.
El camino hacía un desvío antes de llegar adonde el campesino trabajaba y se dirigía hacia la casa de éste.

El hombre siguió labrando la tierra, mientras el desconocido avanzó hacia la cabaña.

Horas después, con la caída del sol, habiendo terminado su labor diaria, el campesino retornó a su casa.
En medio de la precaria habitación, sentado en el piso sobre una esterilla, se hallaba el extraño.
En un rincón, parada junto a una salamandra, la mujer del campesino cocinaba la cena.
El visitante se puso de pie al ver ingresar al dueño de casa y se agachó haciendo una reverencia.
El campesino lo observó de soslayo y sin decir palabra, se sentó a la mesa.

Los tres comieron en silencio.

Mientras la mujer recogía la mesa, el extraño tomó una de sus alforjas y sacó un trozo de tela amarilla. Era de seda. La más suave y brillante que jamás se halla visto.
La mujer curioseó desde su rincón de la habitación, pero su esposo le clavó una mirada gélida.

El extraño le contó que en su país de origen él se dedicaba a las ciencias, siendo un maestro respetado. Que  un día llegaron a sus manos ciertos libros denominados grimorios, dónde daban cuenta fehacientemente de la existencia concreta de un ente descrito como un laberinto temporal, situado en algún confín del mundo.
Así le refirió que dedicó el resto de su vida a buscar dicha maravilla de la Creación.. Que esa búsqueda lo hizo marchar a lugares muy lejanos, y lo obligó a dejar atrás su casa, su familia y sus posesiones.

El visitante traía las alforjas cargadas con cosas de lugares insospechados. Especias de Maluku, Seda de China, figuras de marfil de África y muchos más objetos exóticos.

Sacando unos pliegos vetustos de papiro, expresó que estaba seguro de haber descifrado los escritos que trataban sobre la ubicación y características de una entidad llamada La Colmena. Y que, según sus deducciones, la misma se encontraba en la parte oriental del monte de abedules cercano a la casa.
El campesino conocía esa zona. Sabia que era un sector inhóspito, rara vez frecuentado por alguien. Desde niño oyó relatos supersticiosos que consideraban  la zona habitaba por el mismo diablo, ya que jamás se vio a los pájaros merodeando por los árboles.

 El extranjero estaba seguro de que su búsqueda por fin había terminado.

El campesino entendió poco de todo lo que el extranjero le habló. Y no comprendió nada.
De todos modos, no pudo concentrarse mucho en la exposición de aquél, pues abruptamente se sintió sacudido por una sensación atroz.
Su memoria sufrió un salto de la nada hacia un conocimiento absoluto y fatal del hombre que estaba sentado frente a él.
Su rústico intelecto asimiló esa descarga y se convenció a sí mismo de que se trataba de una jugarreta propia de la insolación.

Cuando amaneció, el extraño ya no estaba. Sobre el catre que le habían cedido para pernoctar, había dejado el retazo de seda amarilla y algunas bolsitas de especias, a modo de presente por la hospitalidad recibida.

Lo que ocurrió en los días subsiguientes, es dificultoso de explicar.
Acaso, porque los días no son otra cosa que segmentos de una infinita recta que representa el Tiempo absoluto, que van en un único sentido.
Pues al momento mismo de despertarse para realizar la tarea de toda su vida, ése orden se desarticuló en la conciencia del campesino.
Al salir de la cabaña, recién amanecido, sintió que volvía a entrar, agotado después de terminar la jornada diaria.
El ayer se trasformó en hoy; el después en antes. Y la conciencia real, que siempre se aferra a aquella línea infinita e implacable, se perdió en un torbellino de fragmentos de realidad cotidiana, que en su conjunto transformaron su raciocinio en una pesadilla febril e incoherente.

Podrían haber transcurrido años, o tal vez un solo segundo. El tiempo tal cual lo percibimos los humanos, pareció haber estallado en pedazos, los cuales volvían a cohesionarse en un desorden caótico.

El rostro de aquel hombre, el detonante de esa tragedia, le daba vueltas por la mente a punto de colapsar.

Lo vio alejándose por el sendero, hacia el monte de abedules, pero a la vez, sentado a la mesa de su casa.
Lo vio además, sonriente, contándole cosas que jamás podría comprender.
El campesino, preso del delirio, se aferró a su zapa, como a un salvavidas que mantuviera a flote su noción, en un mar de delirio infernal.

Veía al extraño venir por el sendero infinito, sonriendo, acaso más joven, para un instante después hallarse él sentado a la mesa, junto al mismo sujeto, pero esta vez decrépito y babeante, tomándole las manos y suplicándole ayuda.

En una de esas secuencias, le pareció verlo, o recordarlo, o imaginarlo, acostado en su propia cama, junto a su mujer.
En un atisbo de lucidez nimia, el campesino alzó la zapa y la dejó caer con furia sobre los dos cuerpos. Golpeó una o tal vez mil veces.
Exhausto, se sentó a la mesa, dejando la cama hecha un pantano de sangre.
Abrazado al mango de su herramienta, tembloroso, percibió un rumor que venía desde afuera. La precaria puerta se abrió y el extranjero ingresó sonriente.

El campesino, como un chacal rabioso, se levantó y descargó de nuevo un furibundo golpe. La cabeza del visitante se abrió como si fuera un melón, y el intruso cayó como una bolsa inerte.
No sirvió de mucho el ataque.
Al  cabo de un breve lapso, siete veces entró el hombre por aquella puerta y siete veces fue muerto por el campesino.
Desesperado, el labrador hurgó en las alforjas tiradas en el piso, intuyendo que ahí tal vez se hallara la solución de su tragedia.
Desenrolló los viejos papiros. pletóricos de signos y de dibujos incomprensibles. Los miró un rato, al derecho y al revés. Por más que hubiera sabido leer, no le habrían servido de mucho.
Entonces, miró desde la puerta de su casa hacia el sendero que se perdía en el monte de abedules.
Zapa en mano, corrió por el camino, el cual a esa altura era una senda atroz e infinita.
Corrió ciegamente, porque la memoria se le diluía.

Cuando se adentró en el bosque, el torbellino caótico en que se había convertido su conciencia, parecía haber amainado.
Avanzó por el sendero ahora tangible.
Se encontraba exhausto, pero felizmente conciente.
Lo único extraordinario que percibió, a medida que avanzaba, era que la luz del día variaba de un momento a otro.
El cielo celeste, que se colaba a través del techo formado por las copas de abedules, en un instante se volvía negro, para un rato después volverse gris.
Por esa causa, la luz cambiante, trasformaba el bosque en un escenario movedizo.
A medida que el campesino transitaba el camino, aquella intermitencia se hacía cada vez más frecuente.
El sendero, además, parecía extenderse en forma de espiral.

De un momento a otro, las hojas que caían, volvían a elevarse.
Los árboles, como alargados pulpos, blandían hacia arriba sus ramas, cual repulsivos tentáculos.
 Todo, absolutamente, se movía en forma sinuosa. No había ya quietud, ni siquiera en el suelo, el cual se hamacaba con revulsión.
Ya la memoria del campesino, volvía a fragmentarse en pedazos incoherentes.

De pronto, éste alcanzó a distinguir una figura humana.
Era el extranjero.
Sentado en el suelo, observaba absorto el panorama dantesco desplegado ante él.: Era como un inmenso muro, generado por un vendaval fenomenal e implacable.
Arrastradas por ese viento demoníaco, se desplazaban a una velocidad inaudita, imágenes de todas y cada una de las cosas conocidas y por conocer.
Se trataba del fin del camino. Más allá no había nada, o lo que era lo mismo, lo había todo.
El labrador se acercó hasta el otro, quién no se movió ni un ápice.
Se hallaba estático, como congelado. Pero igualmente atinó a decir: “Esto es lo máximo a lo que alguien puede llegar”.
 Luego, sin mirar a su interlocutor, con una sonrisa desesperada, agregó: “Sí que la fregamos, amigo”.

Para ése momento, el campesino y el extranjero, ya no eran más que cenizas desintegrándose en esa conjunción entre la nada y el todo.






1 comentario:

  1. Muy bueno!! Me encanta como quedó este cuento!! Felicitaciones, escritor!! Cristina

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