miércoles, 9 de mayo de 2012

Casiopea y el coyote

CASIOPEA Y EL COYOTE
Un coyote transitaba al borde de un acantilado, a mitad de camino entre los médanos donde estaba su madriguera y la parte costera de la ciudad. Ésa era una zona profusa de negocios, bares y restaurantes, cuyas trastiendas ofrecían gran variedad de desechos, que eran verdaderos manjares para la fauna casi salvaje de la zona. Especialmente para los coyotes que, como se sabe, comen absolutamente de todo.
Abstraído en su tarea de recorrer el camino olfateando cada centímetro del mismo, para no dejar escapar bicho ni desperdicio que se le crucen, su hocico se topó con algo extraño. Al principio le pareció una gran piedra. Pero no olía como tal. La rodeó husmeándola con fruición, tratando de identificar tan particular aroma; hasta que un movimiento de la piedra le causó un gran sobresalto. Casiopea se acomodó adentro del caparazón, para tratar de protegerse del inminente ataque del depredador.
El coyote, excitado por su instinto, rasqueteó con fuerza la dura superficie, por uno y otro lado; parándose incluso sobre ella, tarasconeando con rabia la coraza impenetrable. Como todo coyote, era bastante vago; por lo tanto, desistió enseguida de su actitud, al comprobar que la misma resultaba infructuosa.
Con indiferencia, se bajó del caparazón, y cuando se disponía a retomar su camino, oyó una pequeña voz que le dijo:
“Ey! Por qué me lastimás?”
El coyote vió la cabecita que se asomó fugazmente para espetar esas palabras y esconderse de nuevo.
La dulce voz de Casiopea le produjo un efecto tan raro, que de inmediato hizo desaparecer su intención de comérsela. Claro, el asunto era que la tortuga no sabía eso.
El coyote se quedó un rato observándola. Si hubiera sido por Casiopea, hubiesen seguido así por siempre, pués jamás se habría animado a asomar la cabeza.
 Más curioso que hambriento, el coyote le preguntó:
“Qué se supone que sos?”.
La tortuga guardó silencio. Por más que hubiera querido, no podía hablar desde adentro del caparazón.
“No temas. Hablá tranquila. Para que confíes en mí, voy a alejarme un poco. Así, por más que quisiera, no podría alcanzarte”, dijo, inteligentemente, el coyote.
Casiopea se asomó tímidamente, pero volvió a esconderse temerosa. El coyote, se alejó un poco más. “Si me voy más lejos, no voy a poder escucharte”, dijo.
Quedaron un rato en silencio.
 Como es sabido, la paciencia no es una característica habitual en un coyote, y éste no era la excepción. Así que, después de un rato, dió un suspiro de fastidio, y se dispuso a retomar su camino.
“Me llamo Casiopea, y soy una tortuga”, oyó detrás de él.
“Tortuga?”, pensó el coyote. “Y eso con qué se come?”.
“Y, qué andás haciendo por mis pagos?”, alardeó el coyote.
“Tus pagos?..... en fin. Voy bajando hacia la playa, para ir al mar”, contestó Casiopea.
El coyote miró en dirección al largo, largo camino que bajaba hasta la playa.
“Entonces apurate, porque te falta “un poco” todavía”, le dijo, sonriendo con sorna.
La tortuga interpretó las palabras del coyote, porque ya estaba acostumbrada a los sarcasmos.
“Yo tampoco ví jamás “algo” como vos”, dijo Casiopea, devolviéndole la patada.
El coyote no entendía cómo alguien muerto de miedo podía tomarse licencias humorísticas. Enseguida entendió que se trataba de alguien especial.
“Pués, soy un coyote”, dijo, haciendo un ademán afectado.
Ella, con la cabecita aún a medio asomar, lo miraba con picardía.
“Sí, ya sé: Y qué cuernos es un coyote, no?”, dijo él. “Cómo no vas a saber qué es un coyote! Vos también! . Los coyotes somos…a ver, sabés lo que es un perro? No me digas que nunca viste un perro!”.
“Sí, sé lo que es un perro!”, dijo ella, un poco ofendida porque la tomaban de tonta.
“Entonces, un coyote no es un perro…pero casi. Pensándolo bien, somos todo lo contrario a los perros….Tampoco somos lobos, porque a veces nos confunden con los lobos, por eso de los aullidos y demás cosas. En fin… se entiende, no?”
Casiopea lo miró con dulzura. Realmente su interlocutor le resultaba muy simpático. El coyote asimiló aquella sonrisa y sintió algo extraño, es decir, inaudito. Fue como la caricia de una brisa en su alma de carroñero.
Copada su atención por aquel ser tan extraño, el coyote se tiró en la arena, con las patas hacia adelante, atento e interesado en aquella atractiva personalidad.
Se pusieron a conversar, primero en forma entrecortada, después, más animadamente a medida que Casiopea se fue soltando durante el transcurso de aquella tarde.
Ël, estirado y atento, con las orejas paradas, conversaba a cierta distancia de ella, que asomaba tímidamente la cabeza.
La fauna que pasaba por el lugar, sobre todo los coyotes, miraban la escena con sorpresa. No podían entender cómo, aquel viejo coyote, con fama de solitario, parco y apático, conversara tan animadamente con alguien, galápago o lo que fuere.
“Será una nueva estrategia de caza”, pensaban algunos intrigados.
Ellos dos, ajenos a los comentarios, hablaban de todo lo que una tortuga y un coyote podían hablar. A cada uno le interesaba con franqueza la persona del otro.
Al coyote le fascinaba la forma en que Casiopea respetaba sus comentarios. Algunos de ellos, puras barrabasadas. Ella le devolvía siempre la frase justa, como esos jugadores de fútbol que siempre pasan la pelota con seguridad y al pie.
Casiopea le contó, que se dirigía a la playa, para internarse en el océano y emprender un viaje de miles de kilómetros, llevada por espectaculares corrientes submarinas.
Él, le contaba sobre sus viajes hasta los callejones detrás de los restaurantes, y hacía alarde de que cada día podía elegir la basura típica de cada lugar.
Ella disfrutaba escuchándolo. Él, exageraba los detalles, para robarle aquella sonrisa tierna y demoledora. Pero no le mentía. No se hubiera animado a hacerlo.
Se hizo la noche, y a regañadientes, el coyote volvió a su madriguera. Casiopea dormía en el camino porque así son las tortugas.
Pero, al otro día, no bien amaneció, el coyote volvió urgente a encontrarse con su amiga. Y todo volvió a empezar. Largas conversaciones, entre chistes y confidencias, que hubieran dormido al espectador mejor dispuesto. Pero que para ellos eran horas invalorables de diálogos eternos que se retroalimentaban.
“Descubrimos la máquina de movimiento eterno”, bromeaba Casiopea.
El camino hasta la playa era muy largo, y Casiopea se tomaba su tiempo. Avanzaba sólo unos poquitos metros por día. El coyote, impaciente por naturaleza, quería ayudarla a recorrer la distancia con mayor velocidad.
 Entre otros planes locos, se le ocurrió convocar a todos los coyotes de las inmediaciones para arrastrar a su amiga hasta el agua.
Casiopea se negaba gentilmente a las proposiciones del coyote, aunque sentía una gratitud enorme por la preocupación de su amigo.
“Tu tiempo no es igual al mío”, decía ella. “Cuál es el apuro? El océano va estar ahí siempre. O la estás pasando tan mal que querés deshacerte de mí lo antes posible”.
Él no insistió más. Así era Casiopea. Lo hacía pensar en cosas que él ni tenía en cuenta.
El fenómeno de la tortuga y el coyote, dejó de ser una novedad en la zona, a medida que pasaron los días.
 Nadie pudo entender jamás qué tanto conversaban esos dos. Pero una cosa estaba clara: Cada uno necesitaba la compañía del otro.
Así, pronto compartieron las noches también. Un día, el coyote decidió no volver a su solitaria madriguera. Aunque se preocupaba, en su interior, Casiopea se sentía feliz porque su compañero se quedara a su lado, gozando de interminables tertulias a la luz de las estrellas.
Casiopea lo obligaba a comer, porque si hubiese sido por él, no quería abandonar ni un minuto a su amiga. De modo que él se iba refunfuñando hasta los basureros más cercanos, para comer raudamente y volver con urgencia.
Una vez, hubo noche de confesiones.
Casiopea reveló que una vez engañó a un tiburón que se comió a su madre, guiándolo hacia una red de pescadores.
Cuando fue su turno, el coyote dijo avergonzado: “Yo nunca hablé de ésto con nadie. Tengo un vicio secreto”. Así fue que relató con lujo de detalles, ante la mirada atónita de la tortuga, cómo durante las noches de verano, se dedicaba a bajar a la playa y darse un festín con los pañales descartables usados que los desconsiderados turistas dejaban esparcidos en la arena.
“Pero eso es asqueroso!”, gritó Casiopea, y lo obligó a prometer que nunca más comería un pañal descartable. Él le hizo caso, porque Casiopea era así, le arrancaba promesas como quien despulga un cachorro.
Hasta que llegó aquel día. El que sería, sin duda, el más trascendental de sus vidas.
Habían dormido en la playa, a poquita distancia de la orilla del océano.
Él, había pasado la noche inquieto; sobresaltado por un dolor, mezcla de ansiedad, rabia y melancolía. Lo que él jamás supo, es que a ella le pasó exactamente lo mismo. Las tortugas saben disimular sus sentimientos mejor que los coyotes.
El coyote percibió el amanecer como un sopapo en el hocico. Sin embargo, debía demostrarse feliz por el éxito de su amiga.
Avanzaron juntos el último tramo, hasta llegar al agua. Ahí él se detuvo un instante, pués agua y coyotes no son compatibles. Pero, después de unos segundos dijo: “Qué va!”, y metió sus patas en las aguas heladas.
Ella comenzó a flotar, y él se detuvo sonriente. Estaba feliz de verdad.
Liberada de la acción de la gravedad, Casiopea se empezó a alejar mar adentro, desplazándose como una mariposa.
A cierta distancia, ella giró, y vió a su compañero en la orilla, sonriente.
Se quedaron un instante mirándose, hasta que él, haciendo un gesto con la cabeza, la animó a seguir adelante. Ella le dedicó la última sonrisa y se sumergió.
El coyote se quedó parado un rato largo, tiritando, pero no de frío; mirando la nada del océano.
Casiopea volvería algún día. Pero él no era tonto, y sabía que los tiempos de las tortugas son distintos a los tiempos de los coyotes.
Transcurrió el resto de su existencia extrañando a su amiga, embargado por la melancolía.
Pronto volvería a las andadas, escapándose de los empleados de limpieza y revolviendo los tachos de basura de la costa.
Si bien, volvió a ser un tipo callado y hosco, algo en él había cambiado para mejor.
Ya no andaba con prisa, corriendo de un lado a otro para devorar primero. Había aprendido que el tiempo era amigable si uno sabía como tratarlo.
También se había hecho más amable y considerado con sus semejantes.
 Más de una vez, durante aquellas comilonas de sábados a la noche, que compartía con el resto de sus camaradas, alguno le decía: “Va a comer esa pata de pollo, compañero?”, y él decía que no, y la cedía con cortesía. Como le hubiese gustado a Casiopea.
Casiopea estaba en su corazón, en el viento y en las estrellas. Más de una noche la pasó en el acantilado donde la había conocido, contemplando el océano y recordándola.
Muchos años después, una noche, en aquella playa, un bulto emergió de las aguas.
Casiopea había vuelto.
Con dificultad, se arrastró por la arena. Estaba exhausta, y sabía que éste había sido su último viaje.
 La luna bañaba todo el lugar con una luz furiosa.
Repentinamente, de entre las sombras de unos matorrales, surgieron varias siluetas fantasmales. Era un grupo de coyotes, que se acercaban hacia ella. Aterrada, la tortuga se encerró en su coraza.
Los coyotes la rodearon y ella apretó los ojos, para no ver las patas flacas de los depredadores.
De pronto, oyó una voz que le pareció más que familiar: “Casiopea?”.
Sin moverse, entreabrió apenas uno de sus ojos.
“No tenga miedo Casiopea, somos amigos. Podría decirse que la estábamos esperando”.
La voz era parecidísima a la de alguien a quién ella había amado. Y si algo había aprendido de aquella relación, había sido a confiar en él.
Con valentía asomó la cabeza y vió al grupo de coyotes que la miraba amistosamente.
Aquel de la voz tan parecida a la de su amado, era nada menos que su bisnieto.
Durante largo rato le contaron las peripecias de su amigo. De cómo la recordaba a cada instante, mencionándola hasta el hartazgo de sus interlocutores.
Por él los coyotes aprendieron que las tortugas son casi sagradas y que era denigrante comer pañales sucios.
 Le contaron que él pasó sus últimos años en paz, reconciliado con su existencia y que todos lo recordaban como un buen tipo.
En medio de la animada conversación, pletórica de anécdotas sobre el coyote “Casiopea” (así lo llamaban cariñosamente), el bisnieto se acercó a Casiopea y le dijo:
“Mi bisabuelo dejó un mensaje para usted. Lo fuimos transfiriendo de uno a otro en la familia, para que le llegue tal cual es”.
El joven coyote se arrimó al oído de la tortuga y murmuró algo, que hizo que ella soltara una risita vivaz, mientras una lágrima se le escurría por la mejilla arrugada.
El mensaje, guardado por generaciones, decía textualmente: “Explicále a éstos qué es un coyote”.





  

No hay comentarios:

Publicar un comentario