viernes, 17 de septiembre de 2010

La colmena del tiempo


“Se trata de una porción de terreno, amorfa, irregular, dividida en parcelas imaginarias, de distintos tamaños. Todas esas parcelas son hexagonales. De ahí, la denominación que se le ha dado al conjunto: La colmena.

Cada una de las “celdas” de la colmena, representa no sólo una superficie única, sino también un estado único de tiempo. Es decir, en cada una de esas áreas hexagonales, el tiempo está desfasado de la recta que representa al tiempo absoluto.
Para ser más claros: El hoy, en alguna de las celdas, es ayer. En otras mañana.
Diversas variantes del ayer y del mañana, se desarrollan en la totalidad de las celdas que componen el conjunto. Todas están distribuidas en forma irregular y caprichosa, dispuestas en aparente desorden.

El tiempo se extiende más allá de los límites del hexágono si no se sabe por qué único lado de éste debe salirse.
Es decir, a cada celda hexagonal se entra por cualquiera de sus seis lados, pero se sale (tal vez hacia otra celda contigua), a través de un único y determinado lado. Si no, se permanece en el mismo estado de tiempo.

Muchos han recorrido hasta los lugares más recónditos del mundo para encontrar ese verdadero laberinto temporal llamado La Colmena del Tiempo. Los pocos que lograron hallarla, intentaron elaborar un mapa que logre ayudar a dominarla. Nadie ha tenido éxito hasta el momento.

Se dice que todo el conjunto tiene un movimiento giratorio intermitente, discontinuo, sin ningún patrón aparente, por lo cual algunos aseguran que la Colmena es un ente con voluntad propia.

También se dice que existe una celda donde la infinita recta del tiempo absoluto se concentra en un punto, cuya contemplación resulta mortal, como si se tratara de una especie de hoyo profundo e infinito.

Se dice además, que el  camino trazado por este laberinto, conformado por el trayecto entre los lados contiguos de cada celda, determinan un espiral que desemboca, inevitablemente, en esa celda negra, donde todos los estados del tiempo, pasados y por venir, se concentran, y cuya contemplación, obviamente, es fatal.”

                                                                             
           (Texto traducido del Gran Grimorio. Libro de artes esotéricas publicado en la Edad Media, de autor anónimo)

La zapa dió contra un terrón, desintegrándolo.
Los callosos dedos de una mano deshicieron los restos, haciéndolos polvo.
El campesino se incorporó y miró hacia el horizonte. Al fondo había una montaña desde la cual descendía un sendero, que bajaba hacia un gran monte de abedules. Ahí, el camino se perdía, para volver a surgir luego en dirección a la casa del campesino.
Una figura delgada venía por el sendero.
Los ojos rasgados del campesino, debajo de un gran sombrero de paja, enceguecidos por una vida de soles, alcanzaron a comprobar que se trataba de un hombre de aspecto desgarbado, con ropas de vagabundo. A ambos lados del esmirriado cuerpo colgaban dos alforjas, que evidenciaban la condición del hombre.
El camino hacía un desvío antes de llegar adonde el campesino trabajaba y se dirigía hacia la casa de éste.

El hombre siguió labrando la tierra, mientras el desconocido avanzó hacia la cabaña.

Horas después, con la caída del sol, habiendo terminado su labor diaria, el campesino retornó a su casa.
En medio de la precaria habitación, sentado en el piso sobre una esterilla, se hallaba el extraño.
En un rincón, parada junto a una salamandra, la mujer del campesino cocinaba la cena.
El visitante se puso de pie al ver ingresar al dueño de casa y se agachó haciendo una reverencia.
El campesino lo observó de soslayo y sin decir palabra, se sentó a la mesa.

Los tres comieron en silencio.

Mientras la mujer recogía la mesa, el extraño tomó una de sus alforjas y sacó un trozo de tela amarilla. Era de seda. La más suave y brillante que jamás se halla visto.
La mujer curioseó desde su rincón de la habitación, pero su esposo le clavó una mirada gélida.

El extraño le contó que en su país de origen él se dedicaba a las ciencias, siendo un maestro respetado. Que  un día llegaron a sus manos ciertos libros denominados grimorios, dónde daban cuenta fehacientemente de la existencia concreta de un ente descrito como un laberinto temporal, situado en algún confín del mundo.
Así le refirió que dedicó el resto de su vida a buscar dicha maravilla de la Creación.. Que esa búsqueda lo hizo marchar a lugares muy lejanos, y lo obligó a dejar atrás su casa, su familia y sus posesiones.

El visitante traía las alforjas cargadas con cosas de lugares insospechados. Especias de Maluku, Seda de China, figuras de marfil de África y muchos más objetos exóticos.

Sacando unos pliegos vetustos de papiro, expresó que estaba seguro de haber descifrado los escritos que trataban sobre la ubicación y características de una entidad llamada La Colmena. Y que, según sus deducciones, la misma se encontraba en la parte oriental del monte de abedules cercano a la casa.
El campesino conocía esa zona. Sabia que era un sector inhóspito, rara vez frecuentado por alguien. Desde niño oyó relatos supersticiosos que consideraban  la zona habitaba por el mismo diablo, ya que jamás se vio a los pájaros merodeando por los árboles.

 El extranjero estaba seguro de que su búsqueda por fin había terminado.

El campesino entendió poco de todo lo que el extranjero le habló. Y no comprendió nada.
De todos modos, no pudo concentrarse mucho en la exposición de aquél, pues abruptamente se sintió sacudido por una sensación atroz.
Su memoria sufrió un salto de la nada hacia un conocimiento absoluto y fatal del hombre que estaba sentado frente a él.
Su rústico intelecto asimiló esa descarga y se convenció a sí mismo de que se trataba de una jugarreta propia de la insolación.

Cuando amaneció, el extraño ya no estaba. Sobre el catre que le habían cedido para pernoctar, había dejado el retazo de seda amarilla y algunas bolsitas de especias, a modo de presente por la hospitalidad recibida.

Lo que ocurrió en los días subsiguientes, es dificultoso de explicar.
Acaso, porque los días no son otra cosa que segmentos de una infinita recta que representa el Tiempo absoluto, que van en un único sentido.
Pues al momento mismo de despertarse para realizar la tarea de toda su vida, ése orden se desarticuló en la conciencia del campesino.
Al salir de la cabaña, recién amanecido, sintió que volvía a entrar, agotado después de terminar la jornada diaria.
El ayer se trasformó en hoy; el después en antes. Y la conciencia real, que siempre se aferra a aquella línea infinita e implacable, se perdió en un torbellino de fragmentos de realidad cotidiana, que en su conjunto transformaron su raciocinio en una pesadilla febril e incoherente.

Podrían haber transcurrido años, o tal vez un solo segundo. El tiempo tal cual lo percibimos los humanos, pareció haber estallado en pedazos, los cuales volvían a cohesionarse en un desorden caótico.

El rostro de aquel hombre, el detonante de esa tragedia, le daba vueltas por la mente a punto de colapsar.

Lo vio alejándose por el sendero, hacia el monte de abedules, pero a la vez, sentado a la mesa de su casa.
Lo vio además, sonriente, contándole cosas que jamás podría comprender.
El campesino, preso del delirio, se aferró a su zapa, como a un salvavidas que mantuviera a flote su noción, en un mar de delirio infernal.

Veía al extraño venir por el sendero infinito, sonriendo, acaso más joven, para un instante después hallarse él sentado a la mesa, junto al mismo sujeto, pero esta vez decrépito y babeante, tomándole las manos y suplicándole ayuda.

En una de esas secuencias, le pareció verlo, o recordarlo, o imaginarlo, acostado en su propia cama, junto a su mujer.
En un atisbo de lucidez nimia, el campesino alzó la zapa y la dejó caer con furia sobre los dos cuerpos. Golpeó una o tal vez mil veces.
Exhausto, se sentó a la mesa, dejando la cama hecha un pantano de sangre.
Abrazado al mango de su herramienta, tembloroso, percibió un rumor que venía desde afuera. La precaria puerta se abrió y el extranjero ingresó sonriente.

El campesino, como un chacal rabioso, se levantó y descargó de nuevo un furibundo golpe. La cabeza del visitante se abrió como si fuera un melón, y el intruso cayó como una bolsa inerte.
No sirvió de mucho el ataque.
Al  cabo de un breve lapso, siete veces entró el hombre por aquella puerta y siete veces fue muerto por el campesino.
Desesperado, el labrador hurgó en las alforjas tiradas en el piso, intuyendo que ahí tal vez se hallara la solución de su tragedia.
Desenrolló los viejos papiros. pletóricos de signos y de dibujos incomprensibles. Los miró un rato, al derecho y al revés. Por más que hubiera sabido leer, no le habrían servido de mucho.
Entonces, miró desde la puerta de su casa hacia el sendero que se perdía en el monte de abedules.
Zapa en mano, corrió por el camino, el cual a esa altura era una senda atroz e infinita.
Corrió ciegamente, porque la memoria se le diluía.

Cuando se adentró en el bosque, el torbellino caótico en que se había convertido su conciencia, parecía haber amainado.
Avanzó por el sendero ahora tangible.
Se encontraba exhausto, pero felizmente conciente.
Lo único extraordinario que percibió, a medida que avanzaba, era que la luz del día variaba de un momento a otro.
El cielo celeste, que se colaba a través del techo formado por las copas de abedules, en un instante se volvía negro, para un rato después volverse gris.
Por esa causa, la luz cambiante, trasformaba el bosque en un escenario movedizo.
A medida que el campesino transitaba el camino, aquella intermitencia se hacía cada vez más frecuente.
El sendero, además, parecía extenderse en forma de espiral.

De un momento a otro, las hojas que caían, volvían a elevarse.
Los árboles, como alargados pulpos, blandían hacia arriba sus ramas, cual repulsivos tentáculos.
 Todo, absolutamente, se movía en forma sinuosa. No había ya quietud, ni siquiera en el suelo, el cual se hamacaba con revulsión.
Ya la memoria del campesino, volvía a fragmentarse en pedazos incoherentes.

De pronto, éste alcanzó a distinguir una figura humana.
Era el extranjero.
Sentado en el suelo, observaba absorto el panorama dantesco desplegado ante él.: Era como un inmenso muro, generado por un vendaval fenomenal e implacable.
Arrastradas por ese viento demoníaco, se desplazaban a una velocidad inaudita, imágenes de todas y cada una de las cosas conocidas y por conocer.
Se trataba del fin del camino. Más allá no había nada, o lo que era lo mismo, lo había todo.
El labrador se acercó hasta el otro, quién no se movió ni un ápice.
Se hallaba estático, como congelado. Pero igualmente atinó a decir: “Esto es lo máximo a lo que alguien puede llegar”.
 Luego, sin mirar a su interlocutor, con una sonrisa desesperada, agregó: “Sí que la fregamos, amigo”.

Para ése momento, el campesino y el extranjero, ya no eran más que cenizas desintegrándose en esa conjunción entre la nada y el todo.






El fantasma de benítez


Benítez se me apareció por primera vez en un recoveco oscuro, debajo de unas escaleras, en la estación Carlos Pellegrini del subterráneo.
Yo esperaba el tren, paseándome por el andén casi desierto. Entonces, me llamó la atención un tipo que, desde la penumbra, me observaba fijamente.

Ahora me pregunto: Para qué carajos lo miré?.
Bastó un instante, para que el muy ladino se diera cuenta de que yo podía verlo.

En este punto cabe aclarar que Benítez en realidad no era Benítez, sino su fantasma.
Se supone que los fantasmas son invisibles. Pués yo, por alguna trastada del destino,  podía ver a Benítez, tal como todos podemos percibir a cualquier persona, animal o cosa de este mundo.
Él mismo me contó una vez que sólo en la ciudad de Buenos Aires hay miles de fantasmas que pululan por doquier, entre nosotros los vivos, sin que nadie los vea.  Acaso el resto de los ciudadanos son todos más piolas que yo y se hacen los que no registran la existencia de estos seres, para no tener que lidiar con quilombos, como los que le acontecieron a un servidor.
Dios es infinitamente sabio al hacer invisibles a estas almas desgraciadas. Lo de desgraciadas es absolutamente peyorativo, que se entienda.

Cuando en aquel instante cruzamos las miradas, nada me había parecido más anormal que lo de costumbre. “Un loco más debajo una escalera de subterráneo”, pensé.

Subimos al tren. El pelmazo iba pegado detrás de mí, como una sombra.
Comencé a sospechar de él recién cuando salimos a la calle, a la altura de Pasteur.
Caminaba por Corrientes, mientras lo espiaba de reojo, por sobre mi hombro.
Con pésimo disimulo, él amagó a dirigirse para el lado de Lavalle, pero se quedó parado en la esquina, mirándome con descaro. Luego, empezó a avanzar hacia mí, decididamente.
“Un chorro!”, me dije.
Aceleré el paso. Al principio lo hice con cierto decoro, caminando más ligero. Pero al cabo de unos metros, me largué a correr como desaforado, tanto que un mocasín se me salió. Y no me volví para buscarlo.            
Que no se interprete mi raje como un acto de cobardía. Es sólo que romperle la cara a un chorro acarrea un montón de inconvenientes y trámites innecesarios y complicados.

Al cabo de un par de cuadras, alcancé a meterme en mi casa.
A salvo en el zaguán, desde la oscuridad, espié a través del vidrio de la puerta al desconocido.
El sinvergüenza me miraba desde la vereda opuesta. Estaba parado en la penumbra que generaba el toldo del mercado chino de enfrente.
Con bronca, y seguro desde mi refugio, le hice un clásico gesto de odio: Alcé mi puño derecho y le mostré el dedo mayor extendido.
Él esbozó una leve sonrisa. Y me devolvió el insulto.

A la mañana siguiente, lo vi parado junto al puesto de diarios de la esquina de mi casa.
Ahora que lo pienso, era excepcional que Cosme, el canillita, no lo espantara poniéndose a ordenar las revistas, como hace con todos los que se detienen a curiosear y permanecen frente al kiosco más tiempo que el debido.
De pronto, una imagen me sacudió los sentidos, como un cross a la mandíbula.
Al reparo del alerito del puesto, el tipo se veía desteñido, como una figurita gastada. En la parte donde le pegaban los rayos de sol el cuerpo le translucía.
Mientras me acercaba al puesto, fijé la vista en las baldosas de la vereda, haciéndome el distraído.
Al pasar junto a él, me susurró: “No te hagás el otario. Sé que me podés ver”.
Yo alcé la vista y miré a Cosme, quien desde su cabinita me saludó como lo hace habitualmente.
Instintivamente, miré de reojo al espectro.
“Hijo de puta!¡Podés verme! Y a pleno día!”, dijo entusiasmado, mientras se miraba el dorso de las transparentes manos.
El pánico, como una llama, empezó a subírseme por los pies. Cuando llegó a la altura de las rodillas, hice lo que haría cualquiera en estos casos: Me eché a correr como un poseído.
Salí a Corrientes a toda velocidad, pero el tipo venía atrás mío, casi pegado. Parecía que la carrera no lo cansaba. Claro, si el desgraciado no tiene pulmones.

En el subterráneo dejaban pasar gratis. Era uno de esos paros extraños que a veces hacen los empleados de subte.

Entonces, subí con presteza al vagón atestado de gente, con mí perseguidor muy cerca.
Con el tren repleto, quedé cerquita la entrada.
Me acordé por un instante de una escena de “Contacto en Francia”. En la misma, Fernando Rey interrumpe el cierre de las puertas del tren atravesando un paraguas. Las puertas se abren y Rey amaga a bajar. Gene Hacman, que era el policía que lo venía siguiendo, se come el amague y desciende del vagón. Las puertas se cierran a sus espaldas, pero Fernando Rey, el pez gordo, se queda arriba y se va con el tren.

Yo no tenía paraguas, por lo tanto, cuando las puertas se cerraban, interpuse mi pierna.
Prácticamente, sentí como si me guillotinaran la canilla.
Para colmo, la gente, de pésimo humor a la mañana temprano, interpretó que yo era uno de esos bromistas que nunca faltan, y me invitaron “cordialmente” a deponer mi festiva actitud:
“Eh, flaco! Qué hacès!”
“Dale, boludo! Largá la puerta!” 
“Nabo! No tenés otra cosa que hacer?”

Temiendo un linchamiento, bajé del tren, rengueando.

Quedé sentado en un banco del andén desierto, con el fantasma a mi lado.
“Flaco, calmate un poco. Dejàte de rajar. Te vas a matar solo”, me dijo.

“Tengo el cerebro limado!”, pensé, mientras apretaba los párpados con desesperación.
”Esto me pasa por mirar tanta tele de aire”.

Mantuve los ojos cerrados y  sentí la risita burlona rozándome los tímpanos.
Recordé a un psicólogo que una vez dijo: “A los miedos hay que enfrentarlos”.
 En realidad el que dijo eso fue Bruce Willis, en Sexto Sentido.
Así que encaré al fantasma y temblando de pavura, le dije: “Quiero mi mocasín!”.

Benítez había sido un gordito panzón y calvo, con cara de cagador. Lucía siempre una sonrisa socarrona, que daba la impresión de siempre estar cargándolo a uno.
“Tranquilo, fierita”, me dijo; “Carlos Humberto Benítez. Mucho Gusto”.
Me extendió su mano, con cierto aire de displicencia.
Yo, por instinto, y para agarrar confianza, intenté estrechársela. Digo que intenté, porque al querer asir su mano, la mía pasó de largo, como si él estuviera hecho de puro aire.

“Oso!”, exclamó Benítez, soltando una carcajada estridente.
Al pánico que sentía desde hace rato, se agregó un vaho de repugnancia que me revolvió el estómago. Las náuseas hacían dar vueltas a mi cabeza.
Salí corriendo otra vez.

Los días subsiguientes, resultaron ser una sucesión de encuentros y corridas, como una maratón de capítulos de Tom y Jerry.

Pero, poco a poco, el fastidio le fue ganando al miedo.
Las corridas pasaron a ser trotecitos lentos y a desgano.

Un día, algún inquilino descuidado, dejó la puerta de calle abierta y Benítez se me apareció en el comedor.
Yo estaba tomando una sopa de dedalitos, cuando lo veo parado junto a la televisión.
El idiota pensó que me iba a causar un gran sobresalto, pero mi reacción fue pura y absoluta indiferencia.
Al notar mi desdén, se tragó la sonrisa burlona y se sentó a la mesa, justo entre la tele y un servidor.
Le clavé una mirada implacable, para que supiera que a él ya no lo favorecía el factor miedo.
“Qué hay, vieja!”, me dijo, con tono insolente.
“Vos no existís”, retruqué, secamente.
 Lo apunté con el control remoto, y cambié de canal.
“Ves?”, dije, “Ni siquiera hacés interferencia”.
“Ah, bueno!”, exclamó, alzando los brazos. “Estamos con Yin Carréy en persona”.

Apuré la sopa y, sin levantar la mesa, me fui a dormir.

Mi táctica iba a ser ignorarlo, como en aquella película, Una mente brillante, donde al protagonista se le chifla el moño y termina resignándose a convivir con sus alucinaciones.
Lejos de ver a una niña o a un imaginario agente del FBI, yo tenía que acostumbrarme a la presencia de un gordo procaz, antiestético y, para colmo, charlatán hasta el paroxismo.

Los fantasmas son seres bastante inútiles.
No pueden atravesar paredes ni materializarse de aquí para allá. Esos son inventos de Hollywood.
Por un lado, ese impedimento resulta bastante conveniente, porque es feo dormir o ir al baño en presencia de un espectro plantado cual florero ante uno.
Los fantasmas tampoco pueden asir objetos materiales. Es decir, que no les es posible mover cosas. Ni siquiera pueden abrir una puerta.
 Son inservibles, ciento por ciento.
Se desplazan por el mundo igual que los mortales. No vuelan. No comen ni duermen.

Cuando las aguas se calmaron, y la presencia de Benítez dejó de ser una novedad, ambos nos preguntamos el motivo de nuestra situación. El dilema se reducía en dos interrogantes: 1) Por qué un fantasma queda conminado a vagar por la ciudad.
2) Cuál era la causa por la que se me estaba permitido verlo.

Benitez se había muerto de un infarto hacía ya tres semanas. Pero, en vez de irse  al cielo de los fleteros, se quedó en la tierra, deambulando, cual desocupado.
No sabía por qué razón, la nave, ascensor celestial o aspiradora cósmica que debía chuparlo, lo había dejado varado.
Yo, conociéndolo poco, deduje que algún empleado del más allá le habría explicado las instrucciones para afrontar el viaje y el atolondrado de Benítez  no había entendido ni jota.
Él suponía que algo en su vida había quedado inconcluso, y que, hasta resolverlo, no podía seguir su camino hacia quién sabe dónde.
Él estaba seguro que había un motivo por el cual lo dejaron en la tierra y que el don que me permitía verlo no era producto de la casualidad.
Para mí, el asunto no era más que una equivocación burocrática del más allá. Pero claro, "Andá a quejarte al cotolengo", diría mi abuela.

Mientras tanto, pensé en la forma de sacarle alguna ventaja a la presencia de un fantasma en mi casa. Pero no se me ocurrió nada efectivo.
Como me seguía a sol y a sombra, pensé en que tal vez su invisibilidad me sirviera para realizar tareas de espionaje interno. Por ejemplo, para  saber esas cosas que los demás hablan cuando uno no está presente.
Pero el gordo era manipulador y muy poco creíble.
Tampoco podía adivinar el futuro. Así que me resultaba inútil para los juegos de azar.
“Te puedo adivinar el pasado, si querés”, se burlaba.

El único lugar donde le permitía dialogar conmigo era dentro de mi casa. En los lugares públicos, lo ignoraba olímpicamente.

La hipótesis de alguna cuenta pendiente fue la que más nos convenció.

Había que averiguar qué asunto importante pudo dejar colgado.
La clave del dilema estaba en su vida.

Benítez tenía 52 años cuando murió. Vivía en Parque Patricios, en un departamentito en  ph, junto con su esposa Mónica. No tenían hijos.
Se ganaba la vida como fletero. Tenía una F 100 con caja mueblera, modelo 85, que, obviamente, heredó la viuda.
Según él mismo refirió, al momento de morir no dejó deudas impagas. Si bien vivían al día, él y su esposa no le debían nada a nadie.
Ella cobraría una indemnización de un seguro de vida. Ésa suma, más lo que podría obtener por la venta de la camioneta, le alcanzaría para tener un pasar digno.

Una mañana, abrí los ojos y mi conciencia se topó con la cara porcina de Benítez.
"Tenemos que ir a mi casa", me dijo. "Ahí vamos a encontrar la respuesta".
"Qué respuesta? Te acordaste de algo?", pregunté bostezando.
"No. Es un presentimiento".

La idea era inconcebible. Benítez pretendía que sin más ni más, fuésemos a espiar la casa de la viuda, como dos merodeadores (mejor dicho, un merodeador y un fantasma).
O acaso, pretendía que me presente ante ella diciéndole: "Buen día, señora. Usted no me conoce, pero vengo con el fantasma de su esposo aquí presente, a preguntarle si necesita algo".
Pues bien, la segunda opción era la que él pretendía llevar a cabo.

“Pero, a vos te patina el embrague!”, le dije. “Yo, un perfecto desconocido, le caigo a una señora sola. Se va creer que me quiero hacer el vivo y va a llamar a la cana”.
“No”, dijo, tratando de apaciguarme, “Mónica es más buena que el pan. Es recontra católica, cristiana o algo de eso”.
Se quedó pensando unos segundos y agregó: “Ése es el problema. Ella es una persona demasiado buena. Debe estar corriendo algún peligro. Ahora estoy seguro de que tenemos que ir a casa, porque algo malo está por pasar. Vamos!”.
“Pero, qué le digo?”, pregunté.
“No sé. Pensá en algo”. Me miró fijo. Por primera vez lo vi muy serio.
“Por favor”, dijo.


Mientras caminábamos por la calle Patagones, Benítez seguía parloteando, como para no perder la costumbre.
Yo, como siempre que andábamos por la calle, me mantenía impertérrito.
“Te voy a decir algo sobre Mónica. Ella es una persona terríblemente buena. En veinticinco años jamás le escuché una puteada. Nunca tuvo un gesto hostil ni agresivo contra nadie, ni contra nada. No creas que es una tonta. Su honestidad es tan….implacable, que no necesita gritar para imponer su carácter. Yo, si es que voy a ir al cielo, va a ser gracias a ella.
Ella era mi carta de presentación. Yo no necesité ser bondadoso, ni amable, ni siquiera pulcro. Ella fue todo éso siempre, por ambos”.

Una idea inquietante irrumpió en mi cabeza.
“Todo esto no será una triquiñuela tuya, para saber si tu mujer está con otro, no?”, le dije.
“Pero no!”, expresó. Luego, se paró frente a mi y tocándose la sien con dos dedos, me dijo: ”Madurá capo”.

Doblámos en Arriolas.
“La chata!”, exclamó emocionado.
La camioneta se encontraba estacionada sobre la vereda. Tenía una latita de duraznos sobre el capot, indicio de que estaba en venta.

“Hacéme el favor”, dijo Benítez, “Sacále esa lata roñosa. El óxido va a manchar la pintura”.

El departamento de Mónica estaba al fondo de un angosto pasillo.
Unos metros antes de llegar a la puerta, me detuve.
“No puedo. Esto no está bien”.
“Pero, viejo! No te manqués justo ahora!”, me dijo.
“Es que no me va a creer. Se va a asustar”, dije, preocupado.
Benítez caviló un instante.
“Ya sé. Te voy a decir algo, que sólo se lo dije a ella. Así va a entender que yo te mandé”.
Yo, lo miraba con ansiedad.
“Te quiero”, me dijo.
“Eso?... Te quiero?”.
“Y, si. Qué hay?”, respondió haciendo un gesto ingenuo.
“No sirve! Eso lo puede inventar cualquiera! Te creés que sos Bécquer por decirle “Te quiero”?”

Benítez miró al piso, con preocupación. Yo, ya preparaba mi retirada.
“Ya sé”, dijo. “Cuchi. Decíle Cuchi”.
Yo, me quedé azorado por unos instantes, mirando hacia uno y otro extremo del pasillo.
“Má si!”, dije para adentro, “que sea lo que Dios quiera”.

Llamé con un golpecito leve. Mónica se asomó por la ventanita de la puerta.
“Buenas tardes, señora. Usted no me conoce, pero yo fui amigo de su esposo. Quería hablar con usted porque él me dejó un mensaje que tal vez sea importante”.
Ella, me miraba con desconfianza.
“Cómo se llama, señor?”.
“Eh..Marcos”.
“Qué raro”, dijo, “Nunca escuché a mi marido mencionar a ningún Marcos. Y dice que era amigo de él?”.
“Bueno, amigo, lo que se dice amigo..”
“Y dice que le dejó un mensaje importante? A usted, que no es tan amigo? Mi marido sabía que se iba a morir? La verdad es que no entiendo..”
“Cuchi”, le dije, sin ton ni son.
“Cómo dice?”. Ella me miró sorprendida. Pareció tambalearse.
“Discúlpeme. Es la clave que él me dió. Me dijo que usted iba a saber”.

De pronto, escuché el ruido de las llaves. Luego sonó el pasador de la puerta.
“Adelante, por favor. Pase y explíqueme bien. Se lo ruego”.

Entramos ambos. Benítez y yo.
“Siéntese por favor. Le sirvo un cafecito, si?”
“No se moleste. Bueno, un café está bien”.

El departamento era pequeño. La cocina estaba a unos pocos pasos del comedor donde yo me hallaba sentado.

Mónica es una mujer delgada y alta.
Estaba parada frente a la cocina, con la mirada fija en la ventana ante ella. La luz del sol le iluminaba el peinadito corto y prolijo, donde se dejaban ver, con rara dignidad, algunas canas.
Estaba llorando.
“Cuchi… Mire cómo era ése gordo! Contarle esas cosas”, dijo sonriente, mientras se secaba las lágrimas con el dorso de una mano.
Benítez estaba a mi lado.
“Decíle que no llore!. Preguntále. Preguntále qué problema tiene. Qué necesita, dale!”, dijo. La ansiedad, al ver a su esposa sufrir, lo estaba desbordando.
Me puse de pie.
“Disculpe, Mónica. Podría pasar al baño?”, dije.
“Sí. Es en aquella puerta. Pase.”
Entramos al baño, Benítez y yo.

“Mirá. Ya es bastante complicado el bardo, como para que vos echés leña al fuego. Te pido por favor, no me hablés. Me desconcentrás. Calmate y dejáte de hinchar las pelotas!”, le dije.
En eso, se sintió un golpecito tímido en la puerta del baño.
“Disculpe, Marcos. Necesita algo?”, dijo Mónica, quién, evidentemente, me había escuchado hablar.

Cuando salimos del baño, Mónica estaba sentada, frente a dos tracitas de café humeantes.
Tenía las manos cruzadas sobre la mesa. Sus ojos cristalinos me miraban con ansiedad. Sus cejas arqueadas, demostraban la expectativa conque ella esperaba mi confesión.
“Y ahora, de qué me disfrazo?”, pensé.
Para ganar tiempo le dí un sorbito al café. Bajé la taza y antes que toque el plato, volví a llevarla a mi boca para dar otro sorbo. Así repetí la secuencia dos o tres veces.
Mónica cortó la monotonía de la escena con una disimulada carraspera.

“Yo…yo, la verdad… El problema es que me olvidé del mensaje”, dije.
Ella me miró confundida.
“Cuando venía para acá, creí acordarme, pero casi...”, dije, mientras me frotaba la frente. Me sentía mareado.
“De todas formas decidí venir, porque tal vez usted sepa de qué se trata”, agregué.
Mónica se llevó una mano a la boca y se quedó con la mirada fija en su tacita de café.
El plan hacía agua por todos lados.
Por un instante creí que ella iba a prorrumpir en un ataque de ira y que me iba a echar a patadas.
En lugar de eso, dio un suspiro y dijo: “Está bien. Tal vez después se acuerde y me lo pueda decir”.
Se levantó y llevó la taza de café, intacta, hasta la pileta de la cocina. Ahí se quedó parada, mirando a través de la ventana.
Quedamos en silencio un rato. Yo me sentía avergonzado.
 Benítez, cumpliendo su palabra, no abrió la boca. Pero a cambio de su mutismo, hacía señas, morisquetas y aspavientos, como si jugara a “Dígalo con mímica”. Yo prefería no llevarle el apunte, para no empeorar las cosas.
“Marcos se llama uno de los evangelistas. Por él le pusieron ese nombre?”, dijo Mónica, de repente.
“A decir verdad, no sé. Creo que más bien me bautizaron así porque mi viejo tenía una fábrica de puertas y ventanas”, respondí con toda sinceridad.
Ella me miró demostrando una calma demoledora. Una sonrisa se abrió paso a través de la tristeza de su rostro.
En ese instante, recordé las palabras de Benítez acerca de su esposa.
También me acordé de una teoría que sostengo desde hace mucho tiempo. Yo creo que un ejercicio constante de bondad (digamos unos quince o veinte años), hace atractiva a cualquier persona, más allá de la mucha o escasa belleza natural que posea. Mónica corroboraba esa teoría.

“Yo no lo conozco a usted. Pero si Carlos le confió vaya a saber qué, es por alguna razón. Y, aprovechando que está aquí presente, quiero pedirle un favor”.
Benítez, se quedó estático, parado en una pierna y con los brazos en alto, atento a lo que iba a decir su viuda.
Yo sentí que a esa mujer no podía negarle nada, por más insólito que fuese su pedido.
Dentro de un rato vendrán dos hombres que quieren comprar la camioneta. Quisiera que me acompañe mientras ellos la revisan. Porque siempre, quienes compran vehículos, les buscan defectos para rebajar el precio. Como yo no entiendo nada, podrían decirme cualquier barrabasada y yo tendría que creerles.
Obviamente, le dije que sí.

Minutos después se presentaron los dos compradores.
Uno de ellos intentó hacer arrancar el motor, el cual, debido a tantos días inmóvil, se resistía.
El burro de arranque crujía. El gordo Benítez, sufría como un caballo con gripe.
Agarrándose la cabeza con ambas manos, decía: "No! Así no! Le va a cagar el burro!"
Con el dejo de calma que le quedaba, Benítez me dio algunas instrucciones.
"Me permite?", le dije al tipo que luchaba por arrancar a la bestia.
El tipo se bajó con cara de incrédulo.
Yo, me subí, bombeé tres veces el acelerador y le dí un golpe seco a la llave de arranque, tal cual me lo había indicado el gordo.
El motor sonó como una orquesta sinfónica.
Desde la otra ventanilla, Mónica me sonrió con picardía.

Un rato después, Benítez y yo estábamos volviendo a casa. La operación había fracasado. Pero, por lo menos, ayudamos a que Mónica vendiera la camioneta a un precio justo.

Esa misma madrugada, a las tres, en mis sueños se filtraba una voz ya familiar a esta altura.
"Marcos, Marcos, Marcos, Marcos.."
Cuando por fin logró despertarme, me dijo gesto desencajado: "El canuto, Marcos! Me acordé”.
El asunto era el siguiente: Benítez había ahorrado durante algún tiempo, cierta cantidad de dinero. Quería comprarse una pick up cero kilómetro. Como no confiaba en los bancos y mantenía la maniobra en secreto, para darle a su esposa una sorpresa, guardaba el dinero en una latita escondida en un recoveco con doble fondo en la caja de la camioneta.
Había diez mil dólares en esa lata.
Al otro día temprano, los tipos se iban a llevar el vehículo.

Grande fue la sorpresa de Mónica cuando la desperté, a las tres y media de la mañana, golpeándole la puerta como un enajenado. Y más grande aún fue la conmoción, cuando me vio rescatar del buche de la caja, la lata con todo ese dinero.
En ese momento, otra vez la vi llorar.

Ya había amanecido cuando regresábamos a casa. Ya relajados, caminábamos por Corrientes, cuando Benítez me dijo: "Viste que no te exageré respecto a Mónica?".
Yo asentí levemente.
Cuando entramos a casa, siguió hablando: "Te quiero pedir una última cosa".
"Uy!", dije. "Y ahora qué pasa!".
"Mónica necesita alguien que la cuide. Es una mina joven..". Se quedó mirándome fijamente. Con el gesto me incitaba a que yo terminara la frase.
Yo, no entendí su intención. Hasta que entendí, pero me negué a asimilar la idea.
"Qué!", le dije. "Qué estás insinuando?".
Él, prosiguió mirándome fijo. De pronto me guiñó un ojo y sonrió cínicamente.
"Vos entendés. Me harías un gran favor. Vos demostraste ser una buena persona. Yo, si se queda con vos, me voy a ir tranqui para arriba".
"Vos estás de la nuca! Sos....sos un perverso! Tu esposa...", exclamé indignado.
"Viuda!”, me dijo. "No quiero que se quede sola. Vos sos un candidato ideal. Yo te elijo.", sentenció, haciendo un ademán solemne.
No quise hablar más por esa noche. El asunto me causaba gracia e indignación a la vez.

Al otro día, desperté con una ocurrencia magnífica.
"Che, Benítez!", grité desde mi dormitorio. "Se me acaba de ocurrir una idea. Voy a organizar una partida de poker con unos compañeros del laburo. Vos les espiás las cartas y yo los desplumo.
No me podés fallar. Después de todas las molestias ocasionadas, es lo mínimo que podés hacer por mí".
Mientras hablaba, yo recorría la casa, buscándolo. Al cabo de un rato me di cuenta de que Benítez se había ido.


Días después, llamó a mi celular un número desconocido.
Pronto escuché la dulce voz de Mónica.
“Señor Marcos? Lo llamé para agradecerle de nuevo por lo que hizo por mí. Quisiera que si algún día necesita algo, no dude en contar conmigo”.
“No se preocupe Mónica. No hay nada que agradecer”, dije.
De pronto, no sé por qué, me acordé del gordo estúpido.

“Dígame Mónica”, dije con tono suave, “Le gustaría ir al cine?”.































jueves, 16 de septiembre de 2010

30000 (un sueño)


Era una larga fila de personas.
“Treinta mil”, pensaba yo.
Entre cada uno había un metro de distancia.
“Treinta mil”, pensé. “Son muchos”.
La cola partía del Obelisco. Se extendía hacia el sur, por la 9 de Julio.
“Treinta mil”, dije en mi sueño. “Treinta mil metros son treinta kilómetros”.

Me vi, de pronto, aferrando el manubrio de una vieja bicicleta. Monté la misma y me eché a andar a lo largo de aquel monumento humano.
“Treinta kilómetros. Esto es hasta Burzaco”, pensé.

Todos estaban parados derechitos, miraban hacia delante. Todos serios, pero con un gesto tranquilo, distendido diría, para nada dramático.
Hombres, mujeres, niños, ancianos y adolescentes, todos formaban parte de esta línea que se extendía por la autopista.

“Treinta kilómetros hasta Burzaco, más o menos”, pensaba yo.

Así seguí yo mi viaje, bajando por la avenida Pavón, mirando uno por uno a esos rostros. Quería retenerlos en mi memoria, tratando de no olvidar a ninguno.
“Pero son treinta mil”, pensé.

A la altura del puente de Escalada, formando parte de esa fila, encuentro a mí amigo, el negro Mamani.
“-Eh, Pato!  Qué hacés acá?”, me dijo, mostrando de par en par sus dientes equinos.
“-Qué hacés vos. Permiten extranjeros en esta fila?”, le dije, cargándolo.
Él, sin dejar de sonreír, esperó que me acercara y me dio una leve trompada en el hombro.
“-Soy jujeño, lacra”, me dijo.

“-Decíme, no trajiste algo para fumar? Una tuquita aunque sea?”, me dijo.
“-Ay, no. No tengo”, le dije contrariado.
“-Pero, qué careta sos! Dejáte de joder”

A mí me empezó a invadir un sentimiento de angustia.

“-Negro. Vos no tenés que estar acá, entre esta gente. Ellos son de otro palo. Vos sos un triste chorrito. Dale. Venite conmigo”, le dije apenas conteniendo el llanto.
“-Ey! Amigo…amigo. Todo está bien ahora. No te des manija.
Usted siga su viaje. Todavía te falta bastante para terminarlo”, dijo sin dejar de sonreír.

Yo emprendí la marcha.
“-Ey, Patito! Gracias!”, escuché a mis espaldas.
Yo me di vuelta y lo miré inquisitivamente.
“-Por haberte ido en ese tren. No hubiera soportado tenerte acá al lado mío, quién sabe hasta cuándo”, me dijo.

Yo, seguí andando.
“-Me falta un toco”, pensé.”Treinta mil…son muchos”.


(Dedicado al kumpa Ale Odu)