domingo, 17 de octubre de 2010

Cleta, la turra adolescente



Cris termina de delinear sus pestañas.
El sol que entra por la ventana hace brillar su hermosura en el espejo.
“-Ya está”, dice.

Junto a ella, sentada, con la mirada absorta, se halla Cleta, su hermana.

“Me tengo que ir. Se me hace tarde.
Tengo una reunión de consorcio en el G 77”.

Cleta sigue sentada, inmutable, con la mirada perdida.

“-Mirá que quedás a cargo de la casa”, dice Cris. “No te vas a mandar ninguna de las tuyas”.
Cleta la mira de soslayo.

“-No te hagas la distraída. Todavía no me olvidé de lo que hiciste la última vez que te dejé sola. Te acordás vos?”
Cleta agacha la mirada.

“-Te acordás que cuando volví, te encontré en tu cuarto, revolcándote con ése sinvergüenza de Magnetto? El muy cobarde se escapó por la ventana. Que si lo agarro!”
Cleta permanece en silencio.
Cris la mira un momento. Después, dando un suspiro, se aleja.

Cuando escucha el ruido de la puerta de calle que se cierra, Cleta se incorpora de un saltito y corre hacia el teléfono.
“-Hola”, dice. “Gerarda? Estoy sola. Avisale a las chicas”.

Un rato después, suena el timbre. Son las amigas de Cleta.
Huga, pedante y discriminadora. Jamás trabajó en su vida. Es dueña de una carnicería, La 125, que heredó de sus padres, los cuales, a la vez, vaya a saber cómo la obtuvieron.
Alfreda, apodada la Sindy (porque le falta una pieza del comedor). Son inseparables con Huga, aunque en el fondo no se pueden ni ver.
Gerarda. La más mete púas de todas. Como no puede conseguirse un novio, hace lo imposible para que las demás tampoco lo tengan. Ella sabe que si un hombre se cruza en su vida, va a ser de puro milagro.
Francisca, alias La Colo. Otra para quién la palabra trabajo jamás figuró en su diccionario. Su papá hizo fortunas con una fábrica de alicates.

“-A ver, hagan lugar en la mesa”, dice Huga, mientras saca una pila de papeles de su cartera.
“-Qué es eso?”, preguntan las otras.
“-Son los planos de esta casa. Cuando logres echar a esa harpía, vamos a hacer grandes negocios acá”, dice Huga.
“-Si, para eso, yo tengo un plan”, dice la Colo.
Las demás se quedan mirándola, para que de una vez explique su plan.
Todas quedan en silencio un buen rato, hasta que un grillo se hace oir desde quién sabe dónde.

El mar de estupidez en el que Cleta está sumergida, le impide notar que sus amigas sólo se interesan en usarla para quedarse con la casa.
De ese modo, se pasan toda la tarde elucubrando planes maléficos, como cambiar la cerradura de la puerta principal, bardear a los vecinos para que Cris se haga cargo o pedir deliveris super caros a cuenta de ella.
Cleta, desbordada por la excesiva confianza de las otras, sólo piensa: “-Quisiera irme volando en un helicóptero, ahora mismo”.

De pronto, desde la cocina se oye un gran estruendo.
Todas corren a ver.
“-Perdón”, dice Alfreda, la campechana del grupo.. “Eztaba revizando si había algo pa comer, y se me vinieron todos eztos frazcos enzima”.
“-Uy No!!”, dice Cleta, asustada. “La mermelada del Calafate de mi hermana! Ahora sí que se arma”.
“-No te preocupes, boba”, dice la harpía de Huga. “ Nosotras le decimos que entró Moyano a saquear con un par de negros”.
“-Te buzco un trapo de piso y lo limpio”, dice Alfreda, mientras abre la puerta del patio.
“No! Por ahí no!”, grita Cleta desesperada.
Se oyen gruñidos y los gritos desgarradores de Alfreda.
“-Sonamos!”, dice Cleta tomándose la cabeza. “La agarró el Aníbal. El Rotwailler de mi hermana”.
“-Pero, andá a ayudarla! A vos te conoce el perro”, le dicen las otras.
“-Qué? No! A mi me odia más que a nadie. Dejálo. Cuando se atragante la va a escupir”.

Repentinamente, se oye el ruido de la puerta de calle. Es Cris, que regresa antes de lo previsto.
Todas empiezan a correr de un lado a otro de la cocina, como lauchas que no saben por qué agujero escapar.

“-Ahá!”, dice Cris. “Así te quería encontrar!”
Luego, tomando una escoba, se abalanzó sobre el grupo, que desesperadas huyen hacia la puerta.
“-Mándense a mudar, manga de atorrantas! Vagas de mierda!”

Cuando las amigas abandonan la casa, Cris toma aire y gira lentamente hacia donde está su hermana.
Cleta se encoge tratando de achicarse lo más posible.
“-Traidora. Éso es lo que sos. Una traidora!”.
De pronto, Cris intuye que algo está pasando en el patio.
Sale lentamente.
Un grito desarticula el silencio.
“-No! Aníbal!” grita Cris.
“-Y encima, le das de comer basura al perro!”.

Cris es una mujer bondadosa. Por lo tanto, el enojo le dura poco. Al fin y al cabo, Cleta es una porquería, pero es su hermana.
Después de un rato, vuelve a dirigirle la palabra.
“-A ver si te reivindicás un poco. Quiero que vayas a encargar tres docenas de empanadas. Hoy viene Hugo de Venezuela a cenar con Nestor y conmigo, y no tengo ganas de cocinar”.
“-Deberías compartir la cena con nosotros”, agrega Cris.
“-Sabés que me aburro. Ése Chavez no deja hablar a nadie. Además, tu marido, siempre me mira de costado”, dice Cleta, irónica.
“-No te hagas la graciosa!”, exclama Cris. “Y andá a encargar lo que te pedí. Y no te olvides. Aclará que no quiero nada de picante en las empanadas. Sabés que a Nestor le cae muy mal.
“Y no vayas al repulgue Noble. Sabés que no compramos más ahí, después que se nos quedaron con dos niños envueltos”.
Minutos después, la traidora se encuentra en la fábrica de empanadas
“-Quisiera encargar tres docenas de empanadas de carne”, dice Cleta. “Y por favor, que sean con mucho picante”.


Continuará? (Dios quiera que no)



martes, 5 de octubre de 2010

Enemigo natural

Tengo garras que me sirven para cazar. Con ellas atrapo roedores y suculentos insectos que componen mi dieta diaria.
Mis garras, además, sirven para escarbar la tierra donde me refugio.
Mi guarida está formada por una maraña infinita de túneles, mediante los cuales me comunico con los demás de mi especie.
También, los túneles me sirven para huir de algún eventual peligro.
Si un intruso se aventurase a perseguirme aquí, en mi territorio, seguramente quedaría atrapado en alguno de los cientos de pasadizos inconclusos adrede, para que el incauto no tenga posibilidad de volver atrás. Eso resultaría su perdición y su definitiva tumba.
De todos modos, lo descrito son sólo precauciones.
Nuestro peligro real, la pesadilla más aciaga de nuestra existencia, acechaba afuera, en el exterior de nuestros refugios.

Mis garras poco hubieran servido para defenderme de aquel cuya sola contemplación paralizaba los sentidos y petrificaba hasta el mismo aliento.
Era una bestia atroz y despiadada. Era nuestro depredador.

Nuestros hábitos de caza eran nocturnos.
Amparados en la oscuridad, nos desplazábamos en grupo, sigilosamente, para sorprender a nuestras víctimas; pero, por sobre todo, nos escondíamos para no caer en las fauces de aquel que nos acechaba desde las alturas, seleccionándonos como a frutas maduras.

En ese desenvolvimiento diario de supervivencia, yo cumplía un papel importante dentro de mi colonia.
Yo diseñaba las estrategias para salir a cazar en grupos, ideando rutinas que no parecieran tales, pues el mínimo acto previsible hubiese resultado catastrófico.
Yo era artífice de trucos y distracciones, que procuraban burlar los ataques de la bestia, para lograr así la menor cantidad de víctimas posibles.
Quienes caían en sus tremendas garras, lo hacían por desobediencia a mis instrucciones, o porque simplemente les había llegado la hora.

En definitiva, nuestra naturaleza y nuestro destino era defender nuestra vida de un único depredador.
Nuestros hábitos, el diseño de nuestros hogares y hasta el mínimo acto cotidiano, estaban supeditados a la presencia fatal del demonio insaciable que nos acechaba.

Por qué me refiero a él en tiempo pasado?
Porque una noche, todo cambió.

Una trampa o un descuido. Para el caso es lo mismo. Pero ésta vez el verdugo terminó siendo la víctima.

Éramos un grupo de seis. Alrededor nuestro reinaba una tranquilidad casi irreal.
De pronto, las nubes nos jugaron una mala pasada. Se desplazaron dejándonos a merced de la luz de la luna.
Un rumor, como el de una tormenta, empezó a agitar las copas de los árboles.
Luego se escuchó un ruido descomunal, como un alud que se derrumbaba sobre nosotros.
Enseguida, se oyó un estruendo muy fuerte. Era el impacto de algo muy pesado que colisionó casi a la altura de nuestras cabezas.
Tal vez una rama invisible o un movimiento mal calculado.
 La cuestión fue que, de pronto, una enorme mole cayó al piso entre nosotros.
La bestia yacía allí, tumbada, inerte, ante nuestros ojos.
Durante un instante nos miramos azorados.

El miedo extremo se parece mucho al coraje. Quiero decir que, muertos de temor, somos capaces del acto más heroico por salvar nuestro pellejo.

El resto de mis camaradas se abalanzó sobre aquel bulto inmóvil.
Lo destrozaron. En un santiamén le arrancaron los ojos, el corazón y las viseras. 
Alertados los que se hallaban más lejos, acudieron raudamente y se acoplaron al festín, apilándose sobre el infernal promontorio ya aniquilado.
Yo, lo hubiera dejado vivir.

Los días que siguieron fueron de júbilo y de festejos interminables.
Ya no había necesidad de esconderse, así que muchos  abandonaron la vida subterránea y se aventuraron a vivir a la intemperie.
Los hábitos de caza iban a cambiar, pues ya no había razón para hacerlo de noche.

Todo parecía haber mejorado. Menos para mí.

Yo, de pronto, me aislé del resto. Me aparté de los demás encerrándome en mi guarida de siempre.

El malestar y la rabia me corroían la voluntad.
Sentía que nuestra esencia, que el propósito de nuestra existencia se habían desdibujado.
Nuestros padres y los padres de éstos, vivieron siempre con una única premisa, la de sobrevivir lo más posible ante aquel peligro que representaba el monstruo.
Ahora, que ese peligro había desaparecido, todo lo que habíamos aprendido resultaba obsoleto e inútil.
Debíamos establecer nuevas reglas para convivir, pero nadie estaba preparado para idearlas. Ni siquiera yo.

Pronto, mis presentimientos se hicieron realidad  En el grupo comenzaron las primeras reyertas. Disputas por espacio y territorio.
Algunos comenzaron a alejarse, buscando refugio en el bosque.

Sin embargo, un hecho terrible hizo que todo los demás problemas se postergaran.

Uno de los nuestros, junto con su familia, habían aparecido muertos.
El animal que los atacó los había destrozado con una furia despiadada. Había viseras desparramadas por todo el bosque.
De inmediato cundió el pánico y la confusión fue general.
Un nuevo depredador había llegado. Pero éste, por la forma de su ataque, era distinto al anterior.
El detalle más espeluznante de aquella matanza fue que esta bestia no había devorado a sus víctimas.

Todos se hallaban asustados, porque no sabían aun de qué defenderse. A pesar de que el ataque había sido diferente, todos convinieron en retomar los viejos hábitos de defensa.
Así volvieron a su antigua rutina.
De poco les sirvió.
El asesino volvió a atacar. Irrumpía en sus madrigueras, antes seguras, sorprendiéndolos y acabando con todo lo que se moviera.

De esa manera volvió el temor, las precauciones, los hábitos de caza nocturnos y, sobre todo, volvió la paz.

Las muertes se fueron sucediendo hasta terminar con cinco familias enteras.

Entonces, hubo un detalle que a algunos no se les escapó. Más por instinto de supervivencia que por deducción, cayeron en la cuenta de que las cinco víctimas asesinadas eran integrantes del grupo que aquella infausta noche habían dado muerte a la bestia. Por lo tanto, debían buscar al único de aquel grupo que estaba vivo.
No tardaron en descubrir el origen de los ataques.

Cuando vinieron por mí, yo ya había huido a esconderme en el monte.

Desde ahí los estaré acechando y los obligaré así a aprender a defenderse.
Si, yo soy el asesino de mis propios hermanos.
Me convertí en su nuevo depredador, en su peor pesadilla.

Por supuesto, todo por el bien de mi propia especie y para no perder el único estilo de vida que conocemos.






  

viernes, 17 de septiembre de 2010

La colmena del tiempo


“Se trata de una porción de terreno, amorfa, irregular, dividida en parcelas imaginarias, de distintos tamaños. Todas esas parcelas son hexagonales. De ahí, la denominación que se le ha dado al conjunto: La colmena.

Cada una de las “celdas” de la colmena, representa no sólo una superficie única, sino también un estado único de tiempo. Es decir, en cada una de esas áreas hexagonales, el tiempo está desfasado de la recta que representa al tiempo absoluto.
Para ser más claros: El hoy, en alguna de las celdas, es ayer. En otras mañana.
Diversas variantes del ayer y del mañana, se desarrollan en la totalidad de las celdas que componen el conjunto. Todas están distribuidas en forma irregular y caprichosa, dispuestas en aparente desorden.

El tiempo se extiende más allá de los límites del hexágono si no se sabe por qué único lado de éste debe salirse.
Es decir, a cada celda hexagonal se entra por cualquiera de sus seis lados, pero se sale (tal vez hacia otra celda contigua), a través de un único y determinado lado. Si no, se permanece en el mismo estado de tiempo.

Muchos han recorrido hasta los lugares más recónditos del mundo para encontrar ese verdadero laberinto temporal llamado La Colmena del Tiempo. Los pocos que lograron hallarla, intentaron elaborar un mapa que logre ayudar a dominarla. Nadie ha tenido éxito hasta el momento.

Se dice que todo el conjunto tiene un movimiento giratorio intermitente, discontinuo, sin ningún patrón aparente, por lo cual algunos aseguran que la Colmena es un ente con voluntad propia.

También se dice que existe una celda donde la infinita recta del tiempo absoluto se concentra en un punto, cuya contemplación resulta mortal, como si se tratara de una especie de hoyo profundo e infinito.

Se dice además, que el  camino trazado por este laberinto, conformado por el trayecto entre los lados contiguos de cada celda, determinan un espiral que desemboca, inevitablemente, en esa celda negra, donde todos los estados del tiempo, pasados y por venir, se concentran, y cuya contemplación, obviamente, es fatal.”

                                                                             
           (Texto traducido del Gran Grimorio. Libro de artes esotéricas publicado en la Edad Media, de autor anónimo)

La zapa dió contra un terrón, desintegrándolo.
Los callosos dedos de una mano deshicieron los restos, haciéndolos polvo.
El campesino se incorporó y miró hacia el horizonte. Al fondo había una montaña desde la cual descendía un sendero, que bajaba hacia un gran monte de abedules. Ahí, el camino se perdía, para volver a surgir luego en dirección a la casa del campesino.
Una figura delgada venía por el sendero.
Los ojos rasgados del campesino, debajo de un gran sombrero de paja, enceguecidos por una vida de soles, alcanzaron a comprobar que se trataba de un hombre de aspecto desgarbado, con ropas de vagabundo. A ambos lados del esmirriado cuerpo colgaban dos alforjas, que evidenciaban la condición del hombre.
El camino hacía un desvío antes de llegar adonde el campesino trabajaba y se dirigía hacia la casa de éste.

El hombre siguió labrando la tierra, mientras el desconocido avanzó hacia la cabaña.

Horas después, con la caída del sol, habiendo terminado su labor diaria, el campesino retornó a su casa.
En medio de la precaria habitación, sentado en el piso sobre una esterilla, se hallaba el extraño.
En un rincón, parada junto a una salamandra, la mujer del campesino cocinaba la cena.
El visitante se puso de pie al ver ingresar al dueño de casa y se agachó haciendo una reverencia.
El campesino lo observó de soslayo y sin decir palabra, se sentó a la mesa.

Los tres comieron en silencio.

Mientras la mujer recogía la mesa, el extraño tomó una de sus alforjas y sacó un trozo de tela amarilla. Era de seda. La más suave y brillante que jamás se halla visto.
La mujer curioseó desde su rincón de la habitación, pero su esposo le clavó una mirada gélida.

El extraño le contó que en su país de origen él se dedicaba a las ciencias, siendo un maestro respetado. Que  un día llegaron a sus manos ciertos libros denominados grimorios, dónde daban cuenta fehacientemente de la existencia concreta de un ente descrito como un laberinto temporal, situado en algún confín del mundo.
Así le refirió que dedicó el resto de su vida a buscar dicha maravilla de la Creación.. Que esa búsqueda lo hizo marchar a lugares muy lejanos, y lo obligó a dejar atrás su casa, su familia y sus posesiones.

El visitante traía las alforjas cargadas con cosas de lugares insospechados. Especias de Maluku, Seda de China, figuras de marfil de África y muchos más objetos exóticos.

Sacando unos pliegos vetustos de papiro, expresó que estaba seguro de haber descifrado los escritos que trataban sobre la ubicación y características de una entidad llamada La Colmena. Y que, según sus deducciones, la misma se encontraba en la parte oriental del monte de abedules cercano a la casa.
El campesino conocía esa zona. Sabia que era un sector inhóspito, rara vez frecuentado por alguien. Desde niño oyó relatos supersticiosos que consideraban  la zona habitaba por el mismo diablo, ya que jamás se vio a los pájaros merodeando por los árboles.

 El extranjero estaba seguro de que su búsqueda por fin había terminado.

El campesino entendió poco de todo lo que el extranjero le habló. Y no comprendió nada.
De todos modos, no pudo concentrarse mucho en la exposición de aquél, pues abruptamente se sintió sacudido por una sensación atroz.
Su memoria sufrió un salto de la nada hacia un conocimiento absoluto y fatal del hombre que estaba sentado frente a él.
Su rústico intelecto asimiló esa descarga y se convenció a sí mismo de que se trataba de una jugarreta propia de la insolación.

Cuando amaneció, el extraño ya no estaba. Sobre el catre que le habían cedido para pernoctar, había dejado el retazo de seda amarilla y algunas bolsitas de especias, a modo de presente por la hospitalidad recibida.

Lo que ocurrió en los días subsiguientes, es dificultoso de explicar.
Acaso, porque los días no son otra cosa que segmentos de una infinita recta que representa el Tiempo absoluto, que van en un único sentido.
Pues al momento mismo de despertarse para realizar la tarea de toda su vida, ése orden se desarticuló en la conciencia del campesino.
Al salir de la cabaña, recién amanecido, sintió que volvía a entrar, agotado después de terminar la jornada diaria.
El ayer se trasformó en hoy; el después en antes. Y la conciencia real, que siempre se aferra a aquella línea infinita e implacable, se perdió en un torbellino de fragmentos de realidad cotidiana, que en su conjunto transformaron su raciocinio en una pesadilla febril e incoherente.

Podrían haber transcurrido años, o tal vez un solo segundo. El tiempo tal cual lo percibimos los humanos, pareció haber estallado en pedazos, los cuales volvían a cohesionarse en un desorden caótico.

El rostro de aquel hombre, el detonante de esa tragedia, le daba vueltas por la mente a punto de colapsar.

Lo vio alejándose por el sendero, hacia el monte de abedules, pero a la vez, sentado a la mesa de su casa.
Lo vio además, sonriente, contándole cosas que jamás podría comprender.
El campesino, preso del delirio, se aferró a su zapa, como a un salvavidas que mantuviera a flote su noción, en un mar de delirio infernal.

Veía al extraño venir por el sendero infinito, sonriendo, acaso más joven, para un instante después hallarse él sentado a la mesa, junto al mismo sujeto, pero esta vez decrépito y babeante, tomándole las manos y suplicándole ayuda.

En una de esas secuencias, le pareció verlo, o recordarlo, o imaginarlo, acostado en su propia cama, junto a su mujer.
En un atisbo de lucidez nimia, el campesino alzó la zapa y la dejó caer con furia sobre los dos cuerpos. Golpeó una o tal vez mil veces.
Exhausto, se sentó a la mesa, dejando la cama hecha un pantano de sangre.
Abrazado al mango de su herramienta, tembloroso, percibió un rumor que venía desde afuera. La precaria puerta se abrió y el extranjero ingresó sonriente.

El campesino, como un chacal rabioso, se levantó y descargó de nuevo un furibundo golpe. La cabeza del visitante se abrió como si fuera un melón, y el intruso cayó como una bolsa inerte.
No sirvió de mucho el ataque.
Al  cabo de un breve lapso, siete veces entró el hombre por aquella puerta y siete veces fue muerto por el campesino.
Desesperado, el labrador hurgó en las alforjas tiradas en el piso, intuyendo que ahí tal vez se hallara la solución de su tragedia.
Desenrolló los viejos papiros. pletóricos de signos y de dibujos incomprensibles. Los miró un rato, al derecho y al revés. Por más que hubiera sabido leer, no le habrían servido de mucho.
Entonces, miró desde la puerta de su casa hacia el sendero que se perdía en el monte de abedules.
Zapa en mano, corrió por el camino, el cual a esa altura era una senda atroz e infinita.
Corrió ciegamente, porque la memoria se le diluía.

Cuando se adentró en el bosque, el torbellino caótico en que se había convertido su conciencia, parecía haber amainado.
Avanzó por el sendero ahora tangible.
Se encontraba exhausto, pero felizmente conciente.
Lo único extraordinario que percibió, a medida que avanzaba, era que la luz del día variaba de un momento a otro.
El cielo celeste, que se colaba a través del techo formado por las copas de abedules, en un instante se volvía negro, para un rato después volverse gris.
Por esa causa, la luz cambiante, trasformaba el bosque en un escenario movedizo.
A medida que el campesino transitaba el camino, aquella intermitencia se hacía cada vez más frecuente.
El sendero, además, parecía extenderse en forma de espiral.

De un momento a otro, las hojas que caían, volvían a elevarse.
Los árboles, como alargados pulpos, blandían hacia arriba sus ramas, cual repulsivos tentáculos.
 Todo, absolutamente, se movía en forma sinuosa. No había ya quietud, ni siquiera en el suelo, el cual se hamacaba con revulsión.
Ya la memoria del campesino, volvía a fragmentarse en pedazos incoherentes.

De pronto, éste alcanzó a distinguir una figura humana.
Era el extranjero.
Sentado en el suelo, observaba absorto el panorama dantesco desplegado ante él.: Era como un inmenso muro, generado por un vendaval fenomenal e implacable.
Arrastradas por ese viento demoníaco, se desplazaban a una velocidad inaudita, imágenes de todas y cada una de las cosas conocidas y por conocer.
Se trataba del fin del camino. Más allá no había nada, o lo que era lo mismo, lo había todo.
El labrador se acercó hasta el otro, quién no se movió ni un ápice.
Se hallaba estático, como congelado. Pero igualmente atinó a decir: “Esto es lo máximo a lo que alguien puede llegar”.
 Luego, sin mirar a su interlocutor, con una sonrisa desesperada, agregó: “Sí que la fregamos, amigo”.

Para ése momento, el campesino y el extranjero, ya no eran más que cenizas desintegrándose en esa conjunción entre la nada y el todo.