viernes, 10 de septiembre de 2010

El fin


La vida es un parque de diversiones. La atracción principal es el amor, representado por esas tacitas locas, que giran a gran velocidad hacia uno y otro lado.
 Alguien solitario, observa desde afuera de la pista.
Apoyado en el frío y húmedo barandal, sonríe embelezado, acompañando la felicidad de las parejas privilegiadas, que, entre risas y algarabía, disfrutan del juego.
Ël sabe que nunca llegará ahí. Pero eso no lo entristece. Más bien, acepta con resignación esa circunstancia, pues al fin y al cabo, de dicho juego disfruta sólo una minoría elegida por el caprichoso destino.
Sin embargo, nuestro hombre, percibe algo que le llama aún más la atención que el juego mismo. Junto a una taza, que descansa inmóvil en la orilla de la pista, está de pie una mujer. Es muy bella, pero no es eso lo que atrae la atención del solitario espectador. Más bien, es la mirada que ella le dirige. El hombre siente una puntada en el pecho, como si un rayo lo golpeara. Aguza la vista creyendo que el encandilamiento de las luces le está jugando una mala pasada. No es así. Ella, entre discreta y perseverante, lo está invitando a subir.
El hombre solitario, se acerca despacio, porque  parece que las rodillas dejarán de sostenerlo en cualquier momento. La bella no deja de mirarlo ni un segundo, hasta que lo tiene a su lado; y no necesita palabra alguna para explicar lo que pretende de él.
Ambos suben, sonrientes y entusiasmados. 
Mientras la taza se mete en el centro de la pista, acelerando su giro, zambulléndose en el torbellino de tazas, ellos ríen con un tono distinto al de los demás, acaso porque, por inteligencia o por exceso de dolor, valoran más que nadie el regalo que están recibiendo de la vida.
Él, extasiado en sus ojos, embobado con su sonrisa, se dice a sí mismo que por fin siente en carne propia lo que es el amor. Esa sensación enviciante de vértigo y náuseas, de felicidad y catástrofe.

De pronto, algo sucede y cambia las cosas.
Inmerso en esa inesperada dicha, nuestro solitario hombre siente de pronto como una pincelada de hielo que le toca la espalda.
Su compañera, la que con sus ojos magnéticos lo llevó hasta ahí, quién por un instante lo hizo sentir uno más de esa élite de enamorados, ya no está.
Él, mira desesperado a su alrededor. Toca el asiento donde hacía segundos ella había estado. Mientras la taza gira con un vértigo implacable.
 Parado torpemente, a causa del movimiento infernal, mira hacia la pista, pensando que tal vez ella se cayó. En seguida comprende que su compañera se fue.
La taza deja de girar con más lentitud de la que él hubiera preferido. Se siente ridículo, no solo por estar en infracción, pues el juego reglamentariamente es para dos personas; sino por entender que tal vez su compañera nunca existió, y que él, llevado por un ansia desmedida, subió solo a esa taza, la cual ya lo deposita en la orilla.
"Y el amor?", piensa, ya devuelto al otro lado del frío y húmedo barandal. "No se puede uno enamorar de una ilusión".

Otra vez, apoyado en la baranda, con la mirada acuosa y perdida, siente de nuevo aquella puntada en el pecho. Hace fuerza con la memoria, para retener la imagen de su fugaz amada, y le agradece por dentro ese instante de felicidad que le dedicó.
Tristemente, intenta atinar qué pasó. Hubiera negociado el resto de su pobre vida a cambio de un solo "por qué" respondido por su amada.
Sigue mirando un rato más a los que disfrutan del juego. Los envidia porque ahora sabe qué es lo que él se está perdiendo.
En algún momento parece verla a ella, en otra taza, con otro amor. Tal vez el que en verdad le corresponda. Tal vez.
Detrás de él, se acerca un empleado del parque, portando un cartel en sus manos. "Clausurado", dice.
Los que permanecen adentro, están condenados a una felicidad eterna.
"Por qué?", musita nuestro hombre solitario, mientras se apagan las luces.

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