Entré en una etapa de mi vida en que me urge la necesidad de probar nuevas experiencias.
Por ende, opté por probar emociones fuertes, tales como:
Pasearme por las dársenas de colectivos de Constitución con un celular en la mano.
Cruzar en moto el puente de La Boca un día de lluvia.
Tratar de obtener un turno en el Odontológico Infantil, sin perder la paciencia.
Habiendo fracasado en todos esos cometidos, me quedaba una última prueba: Visitar la Exposición Rural.
Para allá enfilé pues, una fría mañana. Emponchado, con boina y provisto de mi abrigada campera de corderito.
Para hacer didáctico el paseo, aproveché el conocimiento de un habitué del lugar. El paisano Zoilo Cantón.
Junto a un grupo de visitantes, arrancamos la visita guiada frente a un corral lleno de remeras, buzos y chombas. “Este es el stand de la Sociedad de criadores de Jersey”, expuso nuestro avezado guía.
Más allá, nos detuvimos frente a un espacio ocupado por simpáticos caprinos. “Estas son cabras de Quimili. Acá pueden apreciar las cabras madres con sus cabritos”.
Atrás, sobre una columna, había colgada una foto de Aníbal y de Moreno juntos.
“Ahí están los cabrones”, redondeó el Zoilo.
Más adelante, me llamó la atención un corral vacío.
“Este es el sector de los carneros. Pero vino gente de Moyano y se los llevaron a todos”, aclaró Cantón.
Seguimos avanzando y nos detuvimos frente a un enorme toro colorado, rodeado por peones que lo acicalaban con cepillos, secadoras eléctricas y masajeadoras.
“Este es el gran campeón Hereford”, dijo Zoilo.
“Si observan en el piso, podrán apreciar una generosa porción de bosta campeona. Se permite sacar fotos”.
Nos acercamos después a un joven paisano que tenía en brazos a un hermoso cabrito.
La gente se arrimaba para tocarlo y hacerle mimos.
“Tenga cuidado. No lo toque cerca de los dientes. Si tiene hambre, lo puede morder”, me dijo Zoilo.
“Y parece tan mansito”, le dije.
“Yo me refiero al peón”, aclaró.
La prioridad para acariciar al cabrito la tenían los chicos.
“Qué tierno!”, decía una madre, mientras su hijita se deshacía de amor por el animalito.
“Macerado con leche, al asador, no sabe cómo queda, Doña”, dijo el paisanito, ante la mirada aterrada de la niña.
Decidí apartarme del grupo para tener contacto con la gente del lugar. Con los auténticos trabajadores.
Me acerqué a un corral donde un muchachito acomodaba la paja que cubría íntegramente el piso.
“A qué te dedicás vos?, le pregunté.
“Soy pajero, señor”, contestó.
Descolocado con la respuesta, amagué a cortar el diálogo, pero el muchacho prosiguió en tono nada discreto.
“Mi papá era pajero y mi abuelo era un gran pajero, allá en Manuela Pedraza. Mis hermanos? Todos pajeros”.
Yo asentía sonriendo incómodo, pero al pibe le había agarrado un ataque de docencia.
“La paja, señor, tiene sus cuestiones”.Dijo, mientras se agachaba y tomaba un par de briznas con los dedos. “En mi familia tenemos la habilidad de hacer las mejores pajas. Es cuestión de mano”.
“Y, sí, por supuesto”, atiné a decir, nervioso y mirando de reojo hacia un lado y hacia otro.
“Le digo más, en mi pueblo, todo el mundo se dedica a la paja. Hasta el cura. Es un reverendo pajero. Pregunte en Manuela por el pajero más grande y lo llevarán a mi casa, don”. Seguía su discurso mientras me alejaba gentilmente.
En otro stand, ví algo gracioso. Un coiffeur de ovejas.
El tipo andaba entre las bestiezuelas lanudas, cepillo de brushin en mano, seguido por una caterva de asistentes con secadoras de pelo, tijeras y demás adminículos para la ocasión.
Mientras peinaba a una oveja haciendo aspavientos, cual Miguel Romano, al ver que yo lo observaba con admiración, me dijo: “Todas me piden el corte Dolly. Es la moda”.
Noté con tristeza que una de las ovejitas observaba el corderito de mi campera y una lágrima le rodaba por la mejilla.
Más allá, me crucé con una señora que no tenía pinta de ser del campo.
“Soy de Gonzales Catán”, me dijo. “Traje a los chicos porque les encantan los animales exóticos, y acá está lleno de ellos”.
“Usted querrá decir, animales de granja”, aclaré.
“No, yo digo por los gorilas”, manifestó.
También había un stand de alpacas.
“La alpaca es un camélido del cual todo es aprovechable, sea el cuero, el pelo, los huesos, la carne, etcétera”, explicó Zoilo.
Me quedé un rato pensando de qué parte del animal era el cucharón de alpaca que me regaló mi abuela.
De ahí nos trasladamos hasta un pabellón en forma de escenario, cuyo telón estaba cerrado aún.
“He aquí, la vedette de la exposición!”, vociferó un presentador.
“Joya!”, pensé, “Ahora vamos a ver un par de culos!”.
Me dí cuenta que me equivoqué de cabo a rabo cuando el tipo gritó: “Laaa! genéticaaa!”.
La investigación genética se usa en el campo para diseñar razas más productivas.
A veces se zarpan y los experimentos derivan en cosas muy locas. En 2001, en pleno quilombo de la Alianza, lograron cruzar un buey con genes de un jubilado, obteniendo como resultado un cebú jorobado.
El telón se abre y vemos un desfile de mamíferos feos, pero bastante prácticos, como por ejemplo una vaca con un cuerpo alargado, como un gran perro salchicha.
“Es una vaca puro peceto”, murmuró alguien.
También había vacas diseñadas especialmente con carne venenosa, para desanimar el cuatrerismo.
Pero lo más llamativo para mí, fueron unas chivas cuyo ADN había sido alternado con los de un jardinero.
“Estas dan auténtico Chivas Regar”, mandó el presentador.
Comprendí que la cosa se estaba poniendo espesa cuando escuché a uno gritar: “Traigan a la yegua!”.
Como uno tiene su corazoncito, decidí salir raudamente del lugar. Yo, mi poncho y mi boina. Menos la campera.
..y al final, estas imágenes, llenas de olor a bosta y que tan bien contás Daniel, vamos a tener que agradecerlas. Cambiaron la historia.
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